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Ultraviolentos
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Hace exactos cuarenta años, la banda argentina Los Violadores lanzó su disco Y ahora qué pasa, eh?, cuyo tema más recordado –1,2, ultraviolento– remeció la escena latinoamericana por su tono punk y su letra transgresora. Inspirada en la película La Naranja Mecánica (que en 1985 todavía no se había proyectado en Argentina, pero que Stuka, el guitarrista del grupo, había logrado ver por su cuenta), la canción –llena de una jerga inventada, «bolche», «débochca» y «golová», tributaria de la novela homónima de Anthony Burgess, en la que se basó la película de Kubrick– ponía en evidencia el ánimo rabioso de un país que llevaba recién dos años liberado de la dictadura militar.

Ese himno, clave en los pogos ochenteros y noventeros, sin haber perdido su potencia original, hoy suena casi a canción costumbrista, a folclore regional, pues el continente –o más bien el mundo– se ha puesto, literalmente, ultraviolento. Quizá antes también lo era, pero ahora lo vemos más. Grandes conviven con pequeñas violencias. A escala global, el ejemplo más notorio es, cómo no, el genocidio perpetrado por Israel en Gaza. Las imágenes perturbadoras de niños palestinos que tiemblan, lloran, se desangran o yacen mutilados bajo los escombros nos alteran, llevándonos a sentir repudio contra el régimen que ordena esos crímenes (y contra el resto de potencias, incapaces de ponerle freno al gobierno israelí). ¿Cómo se metaboliza esa bronca?, ¿dónde se coloca?

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Juan Carlos Fangacio

Esas grandes violencias –y los discursos que las justifican– engendran las pequeñas violencias, que son más cercanas, pero igual de nocivas. Pienso ahora en lo que ocurrió hace poco en Argentina, en el estadio de Independiente, donde una turba de barrabravas locales acorraló en una tribuna a un grupo de hinchas de la U. de Chile antes de someterlos a una golpiza salvaje, robarles sus pertenencias y desnudarlos. De las muchas imágenes de esa jornada vergonzosa hay una que no he podido quitarme de la mente: la de un troglodita con el rostro cubierto dándole un varazo en la cabeza a un muchacho indefenso que, en el acto, cae al suelo inconsciente. La paliza dejó un saldo de veintipico de heridos, algunos de ellos con severos traumas cerebrales.

Alguien podría decirme que esa acciones se registran a diario en diferentes latitudes; a mí, sin embargo, se me hace imposible disociar la conducta brutal vista en el estadio de Avellaneda del actual momento que atraviesa Argentina y de la gran violencia que circula desde los más altos estamentos del poder. Violencia simbólica, retórica, pero violencia al fin, Hace un mes, la consultora Ad Hoc identificó al presidente como el usuario de Twitter –no troll– que más insultos publica. Entre enero de 2023 y junio de 2025, Milei registró 1589 agravios. Esa andanada de injurias ha traído consecuencias. La otra tarde, en un acto electoral en Buenos Aires, Milei tuvo que ser evacuado porque una muchedumbre comenzó a lanzarle piedras y huevos. ¿Es reprobable la reacción de esa gente? Sin duda, pero cuando se genera una escalada de ataques, hay que preguntarse –siempre hay que preguntarse– dónde se originó y, más importante, quién estuvo detrás de la primera chispa.

En Perú, la situación que se vive es parecida. La de la república no necesita publicar insultos en las redes sociales para ser insultante; muchas de sus decisiones (a saber: no pedir perdón por los muertos durante las protestas, darle el fajín de Justicia a un ex ministro censurado, o promulgar una amnistía a favor de militares y policías que violaron derechos humanos– son golpes directos al rostro de las poblaciones vulnerables que hace cinco cirugías estéticas juró que defendería.

Por otro lado tenemos al alcalde de Lima, quien se dedica mañana, tarde y noche a difamar a todo aquel ciudadano o medio de comunicación que se atreva a cuestionarlo, y lo hace sin tapujos, sin contención, haciendo gala de su muy conocida ordinariez.

Como es obvio, nadie podría responsabilizar únicamente a Boluarte y del clima violento que envuelve al país, pero sí puede afirmarse que la violencia que ambos ejercen –con lo que hacen y dicen– normaliza el abuso, valida la agresión y da una implícita luz verde general para que belicosos y autoritarios de cualquier condición social actúen con ferocidad, sin miedo a ser sancionados.

Hubo un tiempo en que los ultraviolentos eran grupúsculos radicales que las sociedades sabían (o intentaban) mantener a raya. Ahora no. Ahora son mayoría, muchos de ellos ocupan los cargos públicos más altos, y desde ahí escupen un veneno que se propaga vorazmente, como una mancha líquida. No sabemos aún cuál es el antídoto, pero no quedarse callado es el primer paso para buscarlo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es Escritor y periodista

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