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Nuevos vientos para los ayarachis de Chumbivilcas
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Ubicada en el casco monumental de la ciudad, entre las calles Progreso y Ayacucho, se alza la Catedral de Santo Tomás, capital de Chumbivilcas. Su arquitectura guarda gran parecido con la iglesia de la Compañía de Jesús en el Cusco. Sin embargo, posee características que la hacen única: las plantas y productos locales tallados en su barroca fachada de sillar y sus retablos de piedra pintada adosados a los muros.
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A pesar de ser una iglesia hermosa y restaurada, Patrimonio Cultural de la Nación, no se encuentra dentro de la ruta del barroco andino cusqueño. Su lejanía de la capital, (a más de seis horas por carretera), dificulta el acceso de los turistas que podrían admirar la pequeña y elegante figura de la Virgen de la Natividad de Chumbivilcas, la patrona del pueblo, los retablos de piedra cubiertos en pan de oro o las pinturas murales vinculadas a Santo Tomás Apóstol.

En su atrio, el pasado jueves 12 de junio, se presentó otra tradición también poco conocida más allá de las fronteras de la provincia, igualmente amenazada por el tiempo y el olvido: “Ayarachis. Antes de que el olvido nos alcance”, es un documental producido por el equipo de comunicación de la minera Hudbay, que reúne a los cultores de una tradición, que según los estudiosos, proviene del periodo Puquina, alrededor del año 1000 de nuestra era.
Los registros históricos de Chumbivilcas, una de las 13 provincias que conforman el departamento del Cusco, se inician en la época colonial. Es evidente el arraigo de tradiciones españolas como las competiciones a caballo, las corridas de toros o las peleas de gallos. El charango y la guitarra son los instrumentos base de la tradición local. Los chumbivilcanos se dedican en su mayoría a la crianza de ganado, una realidad transformada con la llegada de las grandes inversiones mineras y el asedio de la minería informal.
Se trata pues, de la única manifestación prehispánica que sobrevive en Chumbivilcas. Su vestuario se caracteriza por ponchos negros, sombreros con plumas de avestruz, ojotas y pantalón de bayeta . Las canciones de los Ayarachis, dedicadas al campo, a los animales y al enamoramiento, pueden ser cantadas o ejecutadas solo con instrumentos. Es una música festiva y bailable, aunque por mucho tiempo se la consideró exclusivamente fúnebre, debido al mito que los ubica como los músicos presentes en los funerales del Inca Atahualpa. Un relato que se repite en Puno, Cusco e incluso en la ciudad de Sucre, en Bolivia. Sin embargo, aunque cada grupo tiene sus particularidades, ninguno suena igual a otro, no existe un patrón único que defina su música.

—Una reunión de amigos—
Don Hilario es el más veterano protagonista del documental. Nos recibe en su casa de la comunidad de Llique, a 13 kilómetros al sur de Santo Tomás. Desde su patio, podemos ver un paisaje dominado por el Apu Antarana, recorrido por los arrieros que guian sus rebaños de ovejas. Nos saluda con un paquete en las manos. Al abrirlo en el suelo, revela el tesoro: las antaras de los Ayarachis. Hilario Ancalla, como líder de los ayarachis de Llique, las conserva. No recuerda cuándo las construyó, solo atina a decir que son auténticas antaras de bambú, amarradas con hilos de color para resistir sin romperse. Son de tres tipos: el “Ch’ilo” (de tonalidad aguda y menor tamaño), la “Malta” (de tonalidad media y tamaño regular), y la “H’arqa” (de tono grave y mayores proporciones). Se unen amarrándolos con hilos de color para que puedan resistir sin romperse. Nos dice que en una ocasión, los prestó a otro grupo y se los dañaron. Le colocaron tubos de plástico y de carrizo común para componerla, lo que le molestó aún más.
“Ahorita mi papá ya no tiene su sombrero con plumas ni su poncho. Se han perdido”, nos dice su hija Bernardina. Don Hilario responde que regaló su poncho y que pronto hará lo mismo con sus instrumentos, pues sus hijos no saben tocarlos y él ya no tiene la fuerza de antes, cuando su padre le enseñó. “Si ellos supiesen tocar, ahorita todos estaríamos haciendo una fiesta aquí. ¿Cuando yo me vaya, quién va a tocar esto?”, se pregunta. Don Hilario asegura tener cien años, aunque su DNI solo documenta noventa y tres.

A diferencia de lo que sostienen los expertos, don Hilario afirma que el ayarachi no es música de difuntos. Él no ha tocado en entierros, solo en fiestas: en las capillas de Santo Tomás y en las festividades de Santa Bárbara, Santa Ana, la Virgen del Carmen y la Virgen de la Natividad. Incluso ha llegado a tocar en el Inti Raymi. “Íbamos a todas partes. Si era cerca, caminábamos. Si era lejos, en caballo o en carro”, recuerda.
Le pregunto qué consejo le daría a los jóvenes para que su música no se pierda. “Que vengan aquí. Yo los invito para enseñarles a tocar. Pero los jóvenes tienen vergüenza”, lamenta. “Ahora solo quedamos nosotros. Ya no queda nadie más, solo quedamos Sixto y yo”, dice refiriéndose a Sixto Urbina, su antiguo compañero en el grupo.
A don Sixto también lo visitamos en su casa, donde nos recibe con su esposa. Él no recuerda mucho. Le atribuye el olvido a los golpes en la cabeza por el “takanacuy”. Dice que era un buen peleador. Su esposa lo anima a gritos para que nos cuente cómo tocaba. Pero él no recuerda. Le preguntamos sobre los ayarachis en los funerales de Atahualpa. “Manan” —dice—. Que no sabe. Pero afirma que fue Hilario quien le enseñó a tocar cuando él era adolescente, y que salían con los grupos más antiguos a tocar, antes de ingresar al ejército. Dice tener 87 años.
Le preguntamos si quiere ir a ver a Hilario y él se levanta resuelto de su silla: “Ya, vamos”.
Don Sixto vive en el otro extremo del pueblo, a un kilómetro y medio de distancia. Por eso han dejado de verse. Tampoco recuerdan la última vez que tocaron juntos.
Hilario saca los instrumentos y les rocía agua para que suenen mejor. “Vamos a tocar los ayarachis”, dicen ambos músicos organizándose en silencio. Hilario elige la “Malta”, la antara mediana. Sixto le advierte que no va a poder, que le va a faltar fuerza. “Pero hay que tocar, toquemos”, le responde su amigo, antes que una conexión especial surja entre ellos. Hacía años que no tocaban, pero bastó reunirse para retomar la música de donde la dejaron. Ya en el segundo intento están afinados. Los Ayarachis de Llique han vuelto.
—La noche de los ayarachis—
En el atrio de la Catedral de Santo Tomás, a 209 kilómetros de la ciudad del Cusco, la temperatura alcanza el grado cero. Sin embargo, tras la proyección, diversos grupos de Ayarachis calientan la noche como si encendieran una fogata. Nos ofrecen, uno por uno, un memorable concierto. Han llegado de Llaullinco, de Pulpera Condes, de Huayllahuaylla, de Yawlinqo.

Además de esta presentación pública, el documental será presentado hoy domingo en la Plaza del Cusco, repitiendo la fiesta. Asimismo, se prepara su difusión en festivales locales e internacionales. Vivian Arauzo, superintendenta de comunicaciones de la minera Hudbay, lamenta que hoy esta práctica musical enfrente el riesgo del olvido. “Este documental recupera las historias concretas de los intérpretes de Chumbivilcas. Hoy no solo celebramos los 200 años de esta hermosa provincia, sino que revaloramos historias que tienen que ser contadas”, nos dice.
La música de los ayarachis fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación en 2011 por el Ministerio de Cultura. Sin embargo, para el historiador chumbivilcano Cisko Rendón, responsable de la preparación del expediente, esto no es suficiente. Profesor chumbivilcano de la Universidad de Barcelona, Rendón señala que no nos podemos quedar solo en leyes declarativas, sino en desarrollar políticas que impulsen su desarrollo. “El Estado debe crear mecanismos para la reproducción de esta tradición musical”, dice.
Así, luego de ser declarados patrimonio inmaterial, la suerte de los Ayarachis ha sido sinuosa. “Los grupos que habíamos identificado desde la municipalidad de Chumbivilcas, en algunas comunidades se han extinguido, mientras que en otras se fortalecieron. Ello depende de los promotores de fiestas y de las comunidades que deciden hacer suya la tradición. Pero el Estado no ha hecho absolutamente nada. No han generado políticas de sostenibilidad”, lamenta.
Al final del documental, una pregunta queda abierta. ¿Cómo pensar el futuro de una tradición cultural cuando los jóvenes abandonan los pueblos buscando educación? En Chumbivilcas, los padres lamentan que sus hijos ya no hablen el quechua. Y si la lengua se pierde, las demás tradiciones seguirán ese destino. Rendón demanda que el Ministerio de Cultura asuma su responsabilidad: “Pronto, la tradición musical del Ayarachi ya no se transmitirá de padres a hijos. A través de las municipalidades y de las escuelas locales, el Estado tendría que intervenir para promoverlo. Es la única manera”.
El especialista no pide peras al olmo: es algo que se ha logrado con la música del Qorilazo, que define el folclore chumbivilqueño. Se creó en la ciudad una escuela de música, enfocada en la práctica del charango y de la guitarra. Hoy, señala Rendón, Chumbivilcas cuenta con músicos en cantidad y calidad importantes. “Lo mismo tiene que pasar con los ayarachis. No hay otra manera de transmitir un legado si no es a través de la intervención del Estado, a través de proyectos culturales de los gobiernos locales”, advierte.