Gustavo Rodríguez

En Nauta, un poblado que el tiempo dejó olvidado a cien kilómetros de Iquitos, existe entre todas las leyendas antiguas una que calza asombrosamente con esta historia. Un hombre, dueño de tierras arrebatadas a la selva a punta de callos, tenía dos hijos que se llevaban dos años entre sí. El mayor era un niño bondadoso, pero algo timorato. Le gustaba arrodillarse durante horas para observar las plantas, se escondía de su padre tras una roca para dibujar pájaros y prefería mil veces pasar el tiempo en la cocina con las mujeres o alimentar a las aves de corral que aventurar un paso en la maleza.

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Su hermano, en cambio, era un explorador nato.

Ya desde pequeñito acompañaba a su padre, envidián- dole el machete enorme que llevaba en la mano, y lo hacía reír con sus ocurrencias y preguntas sobre las plantas y animales que iban encontrando.

No hace falta aclarar quién se convirtió en el favorito. Cuentan los viejos que, transcurridos algunos años, el padre tuvo que tomar la decisión de a quién encomendarle el manejo de esas tierras conquistadas a la Amazonía. Para entonces, él y su mujer habían juntado con mucho sacrificio, exprimiendo las cosechas, el dinero para enviar a uno de sus hijos a prepararse en Europa y abrirle las puertas de un conocimiento sin fin. Y si bien el padre sabía dentro de sus tripas a quién debía enviar, entendía también que, por un mínimo de respeto hacia el favorito de su mujer, y por un principio básico de equidad, tenía que encontrarle una salida inteligente a esa disyuntiva.

Pensó. Caviló. Y la encontró.

Una noche, cuando los muchachos conversaban en sus camastros antes de apagar las velas, el padre entró en su habitación con dos rifles, dos cuchillos y dos alforjas con cecina de monte. Se sentó junto a ellos y, antes de explicar la razón de aquel equipamiento, les habló sobre lo que les esperaba del otro lado del mundo: ciudades adelantadas con agua y retretes a la mano, palacios y riquezas en abundancia, mentes sabias que podían nutrir sus vidas. La mente del hijo mayor fantaseó con los museos y los barrios de artistas que su imaginación proponía. La del menor se perdió en las torres, los carruajes y las elegancias que su padre iba inventando, pues era sabido que aquel hombre ni siquiera había conocido el mar.

—Pero solo irá uno de ustedes —fue la cruel propuesta.

—¿Y quién será? —se atrevió a preguntar el menor.

—El que me traiga la piel de un otorongo.

En la mañana, ambos hermanos tomaron senderos distintos en la jungla. El primero en volver, derrotado al día siguiente, fue el hijo mayor. Nunca le dijo a su padre que durante ese tiempo se mantuvo inmóvil, acampando ante un riachuelo tranquilo, receloso de cualquier movi- miento que el viento provocaba en la espesura y con una feroz palpitación nocturna que se obligó a aguantar por decoro. Imaginarse la poderosa mandíbula de un otorongo ante él fue la manera más eficaz de decirles adiós a sus sueños europeos.

Dos días después llegó, campante, su hermano menor. Era una silueta pequeña, emergida de los primeros vapo- res de la mañana y traía al hombro, para la admiración de quienes lo vieron llegar, la piel enorme y fresca del felino. Su madre lo abrazó, mirando al cielo agradecida. Su padre lo aplaudió, más orgulloso que nunca. Su hermano, boquiabierto, lo observaba plantado entre la admiración y la envidia.

—¿Dónde lo cazaste? —lo acribilló su padre a pregun- tas—. ¿Te costó sacarle el pellejo? ¿Dónde está tu escopeta?

El muchacho sonrió, sabihondo.

—Se la cambié a un cazador, bien adentro.

Cuentan los viejos que el hijo menor se ganó el viaje con justicia y que la vida de ambos hermanos fue muy distinta a partir de ese día. Mientras que el mayor murió aún chiquillo a causa de una fiebre tropical, el menor se recibió de perito mercantil en Barcelona, disfrutó los salones parisinos de la belle époque y se convirtió en un industrial que, según sus pares y descendientes, llevó el progreso a la Amazonía del Perú. Nunca supo aquel magnate que su fortuna se difuminaría como polen selvático entre sus numerosos hijos, y que la más pequeña de todos ellos lo adoraría hasta el final de los días sin siquiera haberlo conocido.

Esta historia, pues, va dedicada a esa niña. A ti, mamita.

A pesar de que intuía de quién se trataba, o qui- zá por eso mismo, el timbre también electrificó mi corazón. Me deslicé hacia el filo de la cama, extendí la mano hacia el auricular y, en efecto, su vozarrón resbaló hacia mi tímpano como una breve avalancha.

«Bajo», le respondí contento.

Agarré las muletas. Me puse de pie. Me felicité por haberlas dominado medianamente en tan poco tiempo. Recuerdo que, mientras dejaba mi habitación, por el ventanal entraba una luz que presagiaba la primavera: sobre el piso de madera flotaban partículas que iban siendo atravesadas por el vaivén de mis muletas. Y, sin embargo, dudo que de verdad eso haya ocurrido. Es muy probable que convertir escamas de piel muerta, ácaros y polvo en grácil materia que juega con la luz no sea más que un truco de mi mente para refrendar lo importante que resultó ser ese día para esta historia.

O para mi historia, que en este caso da lo mismo. Conforme avanzaba por el pasillo rumbo al ascensor, las zancadas remolonas me iban otorgando el tiempo necesario para echarle una ojeada a una porción de los dormitorios que hasta hacía no mucho habían ocupado Bárbara y Cordelia. Me victimicé, por supuesto. Si esto que recuerdo fuera una película debidamente editada y sonorizada, estaría sonando alguna canción lenta —de esas que bailan padres e hijas en los matrimonios— mientras un cincuentón arrastra sus pasos, rumiando su soledad.

Es que cuando no tengo verdaderos dolores, me los tengo que inventar.

Una vez que me detuve a un metro y medio del ascensor, elevé la muleta derecha como si fuera una escopeta recortada, un recordatorio del mediocre cine de acción que me ha acompañado desde niño: el botón de llamada era el objetivo. Le acerté a la primera y, alentado por esa victoria íntima, recuperé el buen ánimo mientras descendía los nueve pisos.

En la planta baja, ni bien se percató de mi presen- cia, el portero Yashin se puso de pie con el brío de su juventud para abrirme la puerta de cristal. Le había puesto ese sobrenombre, obviamente, por el puesto que ocupaba en mi edificio, pero también porque su nombre de pila era ruso y porque solo vestía de negro, como el legendario arquero soviético.

—Gracias, mi querida Araña —le sonreí.

Y usando aquella broma como aperitivo me dirigí, jovial, a la persona que me esperaba. Me alegró constatar que su sonrisa quería salirse de sus mejillas.

—¡Don Hitler! —traté de abrir los brazos.

El conductor me respondió con un medio abra- zo, imagino que algo cohibido por no saber si debía saludarme como a un amigo o como a un empleador. Decidí ahorrarnos disyuntivas y metí mi mano en el bolsillo: le alcancé la llave del carro.

Ya nos sobraría tiempo ahí dentro para ponernos al día.

—Es la misma —le dije—. Yashin le mostrará el estacionamiento.

Hitler asintió y siguió al portero hacia el sótano.

Me quedé de pie en la acera y dirigí la mirada hacia el malecón de ladrillos rojos que serpenteaba a unos metros, al encuentro del yodo y la sal que ya había olfateado mi nariz. La brisa marina cosquilleaba mi cráneo y, a falta de pelo, ondulaba mi camisa. Si recuerdo bien, una semana antes había escrito un cuento en el que una anciana y su cuidadora paseaban junto a ese muro, y se preguntaban con qué porción de tierra se toparían si nadaran en línea recta hacia el final de ese mar. Siempre había querido que esa afortunada porción de Lima, abalconada a su bahía, fuera el escenario de alguna novela mía y, ahora estoy seguro, aquel relato había sido un ensayo.

El motor que abría el portón interrumpió mis pensamientos: tras elevarse la madera, de la oscuridad emergió la blancura de mi auto. Un par de segundos después, Hitler ya se apeaba solícito para abrirme la puerta trasera. Lo atajé.

—Voy adelante, como la última vez.

El conductor sonrió divertido, no solo porque desde aquel último y único encuentro habían transcurrido varios años, sino porque se había tratado de una noche memorable. Luego de abrirme la puerta del copiloto y de mantenerse atento a la lealtad de mis muletas, solo se relajó cuando mi trasero terminó de acomodarse en el cuero de la butaca. Metió las muletas en el asiento posterior y, recuperando sus maneras quimbosas, se sentó tras el volante.

—Usted dirá.

El desenganche del freno de mano acompañó mi respuesta.

—Vamos a Lince por la Arequipa.

 Doblamos al sur en el sentido del malecón y bastó menos de un minuto para que en mi espejo lateral apareciera ese centro comercial anclado al acantilado llamado Larcomar. Nos internamos en la avenida Larco y por el mismo cristal alcancé a ver el espacio cada vez más pequeño del océano a mis espaldas. Empecé a distraerme con los edificios bancarios, las cafeterías diminutas, las boutiques de prendas de alpaca, los restaurantes que ofrecen cebiches y lomo saltado a los turistas, las tiendas de souvenirs; y también con los peatones en las veredas, y los transeúntes que en la vía anexa al asfalto avanzaban en bicicletas y patinetes, liberados de la marea metálica conformada por los carros en zigzag, las motocicletas abocadas a despachar, los taxis recalentados, los buses atronadores y por mi propio auto: un espectáculo de caos autogobernado que conocía muy bien, pero que muy rara vez había observado desde ese ángulo como copiloto.

Hitler pareció leerme el pensamiento.

—¿Hace cuánto, míster?

—Uuuy… —sobreactué—. Una pandemia y una novela.

Hitler Muñante sonrió, orondo. No me atreví a preguntarle si la había leído. En lugar de hacerlo, mi mirada siguió la curva de su barriga: el timón parecía detener su desparrame. Era la dieta casera peruana, sin duda, esa que mezcla papas y arroces, solo que unida, en su caso, a los años transcurridos detrás de un volante. Creo que fue a la altura de la Municipalidad de Miraflores, junto a los viandantes a la sombra de los ficus y a los compradores de una feria recién instalada en el parque Kennedy, cuando se me ocurrió preguntarle por la familia.

—Ahí… —dudó.

Me quedé callado, puteándome por entrometido. Caí en cuenta de que, por más que le tenía un gran afecto, no podía considerar a Hitler como un amigo. No, al menos, en el estrato que me había acogido la mayor parte de mis años, tan presto a condenar la camaradería entre un empleado y su empleador. Más si el empleado era zambo. Y mucho más si consideraba que la única vez que nos habíamos relacionado fue durante un trayecto que había durado tan solo una hora y media de nuestras vidas.

—Me separé, míster —murmuró al cabo. Yo asentí, pero no me vio.

—Esas cosas pasan —comenté, y me sentí más estúpido aún, por traicionar con esa frase tan hueca el decoroso silencio que debía imponerse.

En ese instante nos tocó en rojo el último semáforo que existe antes de bordear el óvalo de Miraflores, frente a la terraza europeizada de La Tiendecita Blanca. Con el auto detenido, me sobró el tiempo para recor- dar las veces que mi madre me había relatado con orgullo las pocas oportunidades en que había tomado un té ahí, en las épocas en que podía darse ese gusto, y me pregunté si no sería buena idea invitarla un día de esos.

—Yo le saqué la vuelta —dijo Hitler de pronto.

—Ajá —lo alenté.

—Uno es débil, usted sabe... una cerveza de más en una fiesta, un sajiro en pleno baile, y zas. Pucha, que me agarró fuerte, míster. Uno se enchucha, si me disculpa la palabra.

—Y se fue con ella —terminé la idea, recordando un capítulo de mi propia vida.

 —Noooo… —se rio—. Una vecina se lo contó a mi mujer y se armó la jarana, con quijada de burro incluida. Palabra, míster, que nunca la vi a Rosalinda tan brava. Hasta creo que eso me hizo volver a enamorarme.

—Faltaba su toque de emoción.

—De repente, ¿no?

El auto arrancó y, tras bordear el óvalo, entramos de lleno en la avenida Arequipa, una ancha corriente de ida y vuelta.

—Volvimos, pero ya no fue lo mismo —arrugó la frente—. Como que me la tenía guardada siempre, con la frase siempre lista en la boca… era como que, si estábamos juntos, era solo por los niños.

—El resentimiento —dije, tan solo para darle más cuerda.

De pronto pareció dudar. Noté que sus dedos rechonchos tamborileaban sobre el timón.

—Y me la devolvió, míster.

—Caray —es lo único que atiné a decir.

—A mí, que siempre he tenido el orgullo de no ser un cachudo.

En lugar de consolarlo, dejé que mi demonio mor- boso cogiera las riendas de mi lengua.

—¿Usted los ampayó? —tanteé.

—¡No, míster! —rio con pena—. Si eso pasaba, ahí mismo me desgraciaba. No. Vi sus conversaciones en su teléfono.

—El que busca encuentra, pues.

—Es que ya la había visto un par de veces con una sonrisita sospechosa luego de que miraba su teléfono. Y uno no es cojudo. ¿Pero sabe lo que más me dolió? Recién ahora me doy cuenta: que esa risita que la hacía ver tan bonita… hacía mucho que no me la dedicaba a mí.

 

 

 

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