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Un es un paraíso, una antesala del infierno o un purgatorio hecho para la eternidad. Puede ser el lugar feliz donde recibimos a un ser querido después de mucho tiempo. También el escenario trágico de una despedida donde algunos pocos lloran, se besan y se abrazan delante de un montón de extraños. A eso se refería Ana María Matute cuando escribió: “Lo cierto es que los aeropuertos han visto más besos verdaderos que los salones de bodas y las paredes de los hospitales han escuchado rezos más sinceros que las iglesias”. Escenarios de la intimidad vueltos públicos, las puertas de embarque y de llegada escenifican a familiares y amigos con el corazón acelerado.

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Infiernos, paraísos, también son purgatorios hechos de colas, esperas y postergaciones. Los pasos por migraciones, los chequeos de los equipajes, los detectores de metales (¿me tengo que sacar también la correa?, ¿y los zapatos?), las salas de espera donde cada pasajero tiene un grupo, son síntomas de una espera que a veces aspira a ser eternidad. Algunos de nosotros ya hemos sufrido de vuelos cancelados o postergados indefinidamente con excusas tan absurdas y gaseosas como las que señalan “fuerzas de causa mayor” y que despiertan iras concretas aún mayores. Debo confesar, sin embargo, que la mayor parte de mis experiencias en el han sido más bien positivas.

Los aeropuertos también son escenarios de despedidas y reencuentros con las maletas, esos voluminosos apéndices de nuestros cuerpos que nos siguen obedientes sobre unas ruedas bendecidas. Cada maleta es una antología de nosotros mismos. Una persona puede ser definida por lo que pone y por el orden en que lo hace. Hacer una maleta es un modo de conocerse a uno mismo. No es casual el reencuentro feliz con ese cofre de la intimidad: en esa hora mágica y tensa, al final de un vuelo, las maletas van apareciendo como niños obedientes en la franja plateada, saliendo en una marcha escolar, listos para que sus padres los recojan y los lleven a casa, después de una larga jornada. Algunos pasajeros recogen triunfales sus equipajes y se dirigen hacia la puerta. Casi todas son negras por algún motivo, pero hay algunas verdes, azules y hasta una roja. Algunas llevan cintas como medallas o premios, para ser distinguidas, y aparecen también esquíes, equipos de alpinismo y mochilas inmensas, que recogen unos gringos audaces y musculosos. A veces cuando todos han recogido las suyas, hay una maleta que sigue dando vueltas como un niño perdido.

Pero los aeropuertos son también escenarios de lectura, aunque con frecuencia de lectura de celulares. Un avión es finalmente el único lugar donde uno puede estar varias horas seguidas dedicado solo a leer novelas de cientos de páginas, con múltiples personajes y situaciones, sin las interrupciones de la tierra firme. A lo largo de muchos años, durante algunos de estos vuelos he leído las de Jane Austen, varias de Dickens, “El tazón dorado” de Henry James y las de algunos escritores rusos, entre otras. Alguna vez leí un episodio de un terremoto en una novela en medio de la turbulencia. Era lo lógico. Pero después de todo, empieza el descenso y hay que cerrar los libros. Para bien y para mal, los vuelos también se acaban y volvemos al mismo aeropuerto, nuestro efímero hogar. Ese hogar mejorado que hoy abre sus salas.