Enrique Planas

De un escritor, más allá de su capacidad para tejer historias, admiramos su olfato para advertir los temas que marcan el sentimiento de su época. En “El buen mal”, el más reciente manojo de relatos de la argentina Samanta Schweblin, su interés se acerca a lo que llamamos la cultura del cuidado, aquel conjunto de prácticas, creencias, costumbres y hábitos centrados en la compasión, la solidaridad y el respeto al otro. En su caso, sin embargo, el cuidado también es un generador de ansiedad, culpa y desasosiego. Estas preguntas ubican a la autora en Berlín, ciudad donde reside.

—¿Las personas nos sentimos inspiradas al cuidar a los demás o más bien somos individuos solitarios que no sabemos qué hacer frente a los otros?

Hay algo en mis historias con el cuidado fallido, con ese intentar proteger o rescatar que termina lastimando más, y también a la inversa, esos otros que quizá no tienen intención de ayudar o que a veces incluso llegan con malas intenciones, y que terminan generando en ese intercambio algo que funciona a favor. Quizá por el mundo en que estamos viviendo estos días, cada vez veo más peligrosas estas ideas sobre buenos y malos, los cuerdos y los locos, los que construyen y los que destruyen. Esa división no solo es infantil, sino perjudicial para cualquier tipo de diálogo o entendimiento de ese otro que creemos tan diferente.

—¿Hay un estereotipo que nos sugiera la maldad? ¿Construimos prejuicios para protegernos de la maldad?

Sí, puede ser que a veces los prejuicios nos protejan. Pero también nos dejan atrapados en un mundo que se vuelve cada vez más chico, una burbuja de aire que pierde oxígeno cada vez que volvemos a respirar. Hay una trampa grande alrededor de este gran acuerdo sociocultural sobre lo ‘normal’. Es decir, cuál es ese punto intermedio entre tus particularidades y las mías, en el que acordamos el promedio, lo aceptable, lo cierto, lo real. Pero ese punto intermedio es una invención, esa ‘normalidad’ es la verdadera artificialidad. La propia construcción de la ficción es otra manera de explicar esta trampa: cuanto más particular es un personaje, un escenario o un conflicto, más concreto se vuelve para el lector, más visible y, por tanto, más real. Cuanto más generalizadas y desdibujadas están las partes, menos conexión se genera con el lector. Hay algo en lo extraño que, por su autenticidad, nos resulta más verosímil.

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—Llaman la atención los finales de tus cuentos: hay en ellos una ambigüedad nada efectista, que deja una sensación de empatía incluso en los finales más terribles…

Cuento mucho con la impresión del lector, con todo lo que este construye a medida que va leyendo. Cuando escribo, no solo estoy pendiente de las palabras que elijo, sino también de las que estimo que irán apareciendo en la cabeza del lector. No creo que haya tanto azar en estas últimas. Como lectora, llevo años prestándole atención a esto, estudiándolo a conciencia con otros lectores y muchísimos estudiantes de escritura. Me fascina como lectora sentir que el autor presiente ese pensamiento en mí, lo ha calculado. Lo que quiero decir con todo esto es que a veces, un final que no es ni abierto ni cerrado es un final que de todas formas sucede, pero pasará en la cabeza del lector. Quizá no sabemos exactamente cómo terminará algo, pero vemos claramente la dirección en la que irá, y cómo y por qué sucederá. Y si la dirección es tan clara, ¿vale la pena escribirlo? Habría que inventar una palabra para los escritores que son un poco como esos hombres que disfrutan tanto el ‘mansplaining’ y explican cosas con tanta condescendencia, asumiendo que uno no entiende nada de nada, incluso si es un tema del que sí sabemos. Habría que dejar de hacer tanto ‘writersplaining’ y confiar un poco más en el lector. Pensando de a dos se llega más lejos que de a uno.

Tapa de "El buen mal", libro de la escritora argentina Samanta Schweblin
Tapa de "El buen mal", libro de la escritora argentina Samanta Schweblin

—Más allá de una historia, ¿qué buscas en tus cuentos? Siento que tu principal interés es tratar de verbalizar aquello para lo que no hay palabras. ¿Es así?

Me gusta eso que decís. A veces siento una emoción que es demasiado específica, tan específica que requiere toda una historia, un cuento de 20 páginas o una novela de 200, para decirle al lector, al final, que esta es la emoción que me está pesando, que me está preocupando, que necesito pensar con alguien más. Rebeca Solnit dice: “Un buen libro es un corazón latiendo en el pecho de otro”. ¿No es una belleza? Además, pensar la ficción en estos términos me da mucha más libertad a la hora de la escritura, porque si lo argumental es solo un puente entre el corazón del que escribe y el corazón del que lee, entonces todo, incluso lo argumental, está al servicio de esa emoción que debe ser capaz de cruzar de un cuerpo a otro. Puedo cambiarlo y girarlo todo, todas las veces que necesite, siempre y cuando escuche atentamente esa emoción inicial que me puso a escribir.

—En todos tus cuentos, Buenos Aires está presente, pero rara vez es un escenario. Es el lugar desde donde viene una llamada, donde vive la gente que extraña el protagonista. ¿Cuál es tu relación con Buenos Aires? ¿Berlín es el mejor lugar para huir de la nostalgia porteña?

No era consciente de eso. Yo nací en Buenos Aires y viví ahí hasta mis 32 años. Pero cerca de mi partida, mi familia también dejó Buenos Aires y se mudó a Lago Puelo, al sur de la Patagonia. Así que todos estos años cuando viajo a Argentina, me voy al sur, pocas veces paso por Buenos Aires. Y si paso me siento siempre un poco perdida, porque aunque tengo buenos amigos, la familia ya no está ahí. Volver a casa ya no es volver a Buenos Aires. Pero, entonces, ¿a dónde tengo que volver para lograr volver a casa? Es una pregunta que me hago con cada viaje y no termino de contestar. Tengo una mirada muy nostálgica de Buenos Aires, y a la vez la siento cada vez más lejana.

—¿Y cómo ves Argentina a la distancia?

Lejana, y eso que la miro todo el tiempo. Vivo a 11.500 kilómetros de mi país, pero basta que ponga las manos en el teclado y me ponga a escribir para que mi mirada esté otra vez allá. Argentina está pasando por un momento muy difícil. Es verdad que nosotros vivimos de crisis en crisis, pero con mis 46 años de vida me tocaron dos feroces que recuerdo, la del 2001 y esta. Y de las dos puedo decir que los que pierden son siempre los mismos.

—En tus cuentos, hay cruces entre lo real y lo fantástico que parecen reescribir las clases del maestro Cortázar. ¿Cómo te ubicas frente a los viejos clásicos del ‘boom’?

Es natural que la generación anterior a la nuestra haya querido olvidarse un poco de estos grandes embajadores del ‘boom’. ¿Cómo se escribe si no después de semejantes personalidades? Y es natural también que la nuestra, ahora que empieza a tener más visibilidad, los recupere porque, por ejemplo, para mí fueron mis primeras lecturas de adulta, lecturas de autores nacionales y latinoamericanos. “Cien años de soledad”, “La ciudad y los perros”, “Todos los fuegos el fuego” fueron textos fundacionales y creo que me enamoré de la literatura admirando a estos autores. Festejo además que ahora podamos nombrar también tantos nombres de sus pares mujeres, tan talentosas también, y tan ninguneadas, como Silvina Ocampo, Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Elena Garro, María Elena Walsh, Armonía Somers, Norah Lange…

—No puedo terminar esta entrevista sin hablar del ascenso de la ultraderecha en Alemania. ¿Cómo ves su actual respaldo popular?

Es escalofriante. Salís a la calle y te topas con estas manifestaciones pronazis que además no tienen ningún reparo en decir las barbaridades que dicen, custodiados por la policía; por otro lado, las autoridades alemanas prohibieron numerosas protestas contra la ofensiva israelí en Gaza, argumentando preocupaciones de seguridad y el potencial de incitación al odio. Es un momento complicado y la tensión se siente en la calle.

SOBRE EL AUTOR

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