Conseguida la libertad en Ayacucho, meses después Simón Bolívar salió de la capital a recorrer el sur del país, “a llenar el dulce deber de mejorar la suerte de vuestros hermanos, recientemente incorporados a la república”, según pronunció el general en su proclama. Así, desde abril del año siguiente, recibió aplausos y homenajes en Pisco, Nasca, Arequipa, Cangallo, Lampa, Pucará y Oropeza, por donde pasó su bien recibida caravana.
Pero fue en el Cusco donde su llegada resultó una apoteosis. El antropólogo e historiador Ramón Mujica nos recuerda que a fines de 1821 el virrey La Serna había trasladado allí la capital del Virreinato, moviendo al aparato administrativo español. Caído el antiguo régimen, Agustín Gamarra entró en la ciudad con el ejército patriota, y fue el general cusqueño quien preparó el recibimiento al Libertador, el 25 de junio de 1825.
Gamarra, futuro gran mariscal y presidente del Perú, no reparó en gastos. Según informó la “Gaceta de Lima”, preparó para el visitante suntuosas decoraciones, arcos triunfales y colgaduras a lo largo del camino al Cusco. Las crónicas hablan de fachadas con colgantes de oro y plata y de una lluvia de flores lanzada a la comitiva desde ventanas y balcones por jóvenes cusqueñas. La municipalidad le entregó a Bolívar un caballo con las crines adornadas de oro y las llaves de la ciudad del mismo metal. Luego, como sucedía con la llegada de un virrey, en la catedral del Cusco se celebró el solemne Te Deum.
Mujica, tras analizar el sermón ofrecido por el obispo José Calixto de Orihuela, destaca cómo el sacerdote llama a Bolívar “otro Cristo de Dios”, su “singular comisionado” y “gran instrumento para la libertad de su pueblo americano y ruina total de sus opresores”. Para el historiador, resulta curioso que en su prédica el obispo utilizara los mismos versículos del Antiguo Testamento con los que en el siglo XVI se justificaba la conquista del Perú, para entonces respaldar la independencia.
Posteriormente, Bolívar se trasladó a la casa municipal, donde las señoras principales de la ciudad lo esperaban con una corona cívica. Mujica da cuenta de que, en un palio especial, el Libertador cedió a ser coronado por mano de la señora prefecta, Francisca Zubiaga, esposa del general Gamarra, quien pronto sucumbiría a los encantos del general en un tórrido, secreto y efímero romance (pero eso es otra historia). Como explica Mujica, se trata de una corona cívica de triunfo, con 47 hojas de laurel entrelazadas y la figura de un gran sol destacando al frente. La pieza combina 11 técnicas distintas de orfebrería, e incluía 49 perlas, 9 diamantes y 10 cuentas de oro, y pesa 763 gramos todo el conjunto. La obra es atribuida al orfebre local Francisco Chucampoma, autor de otras regias piezas ofrecidas también al general Sucre por la Municipalidad de Lima ese mismo año.
Vengar la sangre
Para el historiador Mujica, tanto la corona como los rituales alrededor resultan profundamente turbadores. Si bien el precioso regalo fue hecho por los comerciantes del Cusco, el sector económico más beneficiado con la independencia, la coronación, más poética que oficial, resulta enormemente simbólica. “Tras ese acto, había todo un contenido ideológico. Se le coronaba como un rey. Con Bolívar, se restauraba la monarquía de los incas. O, por lo menos, se vengaba su sangre”, afirma.
“Justo Apu Sahuaraura Inca, amigo de Bolívar, lo llama ‘el libertador del imperio de mis padres’ y sobre su marcha hacia Cusco, apuntaba: ‘Bolívar tiene una tropa angelical para liberarnos de la servidumbre’. Para personajes de la nobleza inca como él, la llegada de Bolívar al Cusco era casi un acontecimiento bíblico y mesiánico. Se habla de Bolívar como el inicio de una nueva era histórica y providencial”, explica Mujica.
Los puentes rotos
Las expectativas de la nobleza indígena, sin embargo, se verían desairadas pronto. Si bien el militar venezolano devolvió grandes extensiones de tierra arrebatadas por los españoles y ordenó la construcción de urgentes obras públicas, una de sus medidas más polémicas fue la abolición del cacicazgo, que durante el Virreinato reconoció los privilegios de los descendientes de la nobleza inca. Como advierte Mujica, si bien muchos eran duramente criticados durante el Virreinato a causa de numerosos abusos, el cacique indígena se había convertido en el intermediario entre el gamonal y el indio. “Era el intermediario frente al poder, el puente con la clase dominante”, explica el estudioso. “Bolívar no advirtió que, al eliminar el cacicazgo, privaba a la nobleza inca de los privilegios que tenían durante toda la dominación española, siendo además su vínculo con las viejas estirpes prehispánicas. Es paradójico que la persona que iba a emanciparlos terminó dando el golpe de gracia a la última institución precolombina”.
Una corona de oro se convierte así en metáfora de promesas incumplidas en el proceso independentista. Nos habla de libertades recuperadas, pero también de un Imperio Inca definitivamente perdido. “Ese es el drama de la República: al final, los indígenas tuvieron mayor protagonismo cultural, político y religioso durante el Virreinato que en la República”, añade Mujica.
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