En la imagen, una niña de educación primaria presencia "Aprendo en casa", el programa de clases virtuales implementado por el gobierno durante la emergencia sanitaria.
En la imagen, una niña de educación primaria presencia "Aprendo en casa", el programa de clases virtuales implementado por el gobierno durante la emergencia sanitaria.
César Guadalupe

La pandemia nos forzó a apelar, cual salvavidas, al trabajo educativo remoto. En este marco, han surgido algunas dudas que el Consejo Nacional de Educación quiere contribuir a esclarecer.

Lo primero se vincula a reconocer que las diferencias entre la educación presencial y la remota no obligan a que una sea necesariamente peor (o más barata) que la otra. Para empezar, la educación presencial es variada (en duración de la jornada, materiales utilizados, organización del proceso, etc.), aunque siempre puede, si está bien hecha, promover que los estudiantes aprendan. Igualmente, la educación a distancia puede adquirir diversas formas (desde los viejos cursos por correspondencia, basarse en la radio, en la TV o en programas de autoaprendizaje en línea, hasta los sistemas de gestión del aprendizaje –digitales– que permiten un seguimiento detallado de la experiencia de cada estudiante) y, cuando se hace bien, puede contribuir de modo exitoso a fomentar aprendizajes.

Así, no ayuda embrollarse en cuántas horas pasa un estudiante sentado en un aula, o frente a la TV, el teléfono, la computadora o la radio, o haciendo tareas: el valor de la educación no se mide en horas-silla, sino en los aprendizajes que genera. Ambas modalidades de educación pueden hacer mucho aunque operen de modos distintos.

La emergencia forzó una respuesta rápida y certera aunque, en gran medida, desarmada, pues no tenemos un sistema de educación a distancia establecido. ¿Por qué?

En la efervescencia social y cultural de los años 50 y 60, tuvimos esfuerzos basados en el uso de la naciente televisión y dirigidos a sectores excluidos de la población (como la Teleducación Popular de Arequipa, TEPA). Estos coadyuvaron a la creación del Instituto Nacional de Teleducación (INTE) en 1964 para llegar a quienes la escuela no llegaba y, a través de la TV estatal (residente en el Ministerio de Educación), se dirigía a niños (“La telescuela del 7”; “TV en el aula”; “Titiretambo”), jóvenes (“Mundo joven”) y, por supuesto, a la alfabetización de adultos. El trabajo se engranaba con la vida comunitaria en mercados, parroquias, lavaderos, espacios públicos comunales, etc. Sin embargo, la crisis del período 1975-1990, junto a algunos intereses, arrasaron este acervo. En los últimos 30 años, solo hemos tenido muchos proyectos de limitado alcance y centrados en lo digital (Huascarán, OLPC, etc.) a pesar de la limitada conectividad.

La pandemia nos obliga a revalorar la educación a distancia y a reconocer que puede ser mucho más que un parche. Puede ser un pilar de nuestro sistema educativo como apoyo a la educación regular y por su propio valor para llegar a donde aquella no llega: los hogares como el primer espacio formativo, los jóvenes y adultos que no han terminado la educación básica (o que terminaron sin aprender lo esperado), los adultos en el mundo del trabajo a fin de fortalecer sus capacidades para el desarrollo de actividades económico-productivas, las personas que tienen a su cargo labores de cuidado, etc.

Dado que la educación no empieza ni termina en la escuela, existe un mundo inmenso de necesidades educativas que podemos abordar con recursos que tenemos (la radio y TV estatal) y con otros que deben sumarse (como la radio y TV comercial, y la telefonía celular), así como mediante una infraestructura de comunicación digital que la crisis obliga a fortalecer. Pero el tema clave no es la tecnología, sino las personas que aprenden (individual y colectivamente), así como aquellos que los apoyan a hacerlo: los docentes. Hoy, los profesores están desplegando un esfuerzo sin precedentes que debe ser reconocido y agradecido y que, sin duda, será clave para enfrentar un futuro que hoy luce muy incierto.

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