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Javier Díaz-Albertini

Cuando niño –a principio de los años 60– vivía en un pueblo cercano a la ciudad de Nueva York. De vez en cuando en familia nos aventurábamos a Manhattan y tengo grabada en mi mente la siguiente imagen: uno de mis hermanos mayores –entonces adolescente– caminando a media cuadra de distancia. ¿Por qué? Bueno, porque en familia hablábamos en castellano y le daba vergüenza ser identificado como hispano. Después de todo vivíamos en los tiempos de “West side story”, el musical que reeditaba el amor trágico de un Romeo anglo con una Julieta puertorriqueña en los barrios neoyorquinos.

Al avanzar esa década, Nueva York sería escenario de la constante lucha por defender el derecho de piso de todos. En 1964, se dieron los primeros grandes disturbios urbanos en Harlem en reacción al racismo y abuso policial. En esa ciudad, se organizó una de las primeras protestas contra los concursos de belleza en 1968: una muestra pública de la nueva ola del feminismo norteamericano que luchaba por la liberación de la mujer. Un año después, en la redada del bar Stonewall Inn, la comunidad gay reaccionó contra la represión policial. Por varios días los manifestantes dejaron claramente establecido que no se ocultarían ni avergonzarían, dando inicio al Día del Orgullo Gay.

Han pasado 50 años de estas movilizaciones y ha habido muchísimas más, en tantísimas ciudades y sociedades del mundo. En conjunto han ayudado a ampliar la libertad de todos los seres humanos para decidir quiénes son, cuándo y dónde quieran serlo. Entonces, ¿cómo explicamos los movimientos políticos que actualmente abogan por el odio, la sujeción, segregación y discriminación? Es un tema que difícilmente se pueda abordar en unos cuantos párrafos, pero sí bosquejar uno de los elementos claves. En términos generales, aún existen serias dificultades en distinguir y diferenciar los ámbitos privados de los públicos.

Los seres humanos tendemos a relacionarnos con personas parecidas porque nos sentimos más cómodos y a gusto con ellas. Me refiero al ‘parecido’ en el sentido más amplio de la palabra y no solo en los términos clásicos de raza, religión y estrato social. En la sociología se utiliza el término homofilia para describir esta tendencia. Estudios muestran que es uno de los mecanismos principales para reforzar nuestras creencias e ideologías. Sí, pues, discriminamos. Esto es perfectamente lícito en nuestra vida privada y es una parte esencial de la libertad y diversidad que tanto deseamos.

El problema es cuando extendemos e imponemos estas preferencias personales a asuntos públicos, ámbito que funciona bajo normas universales. Lo público es una instancia de negociación entre los diferentes, en la cual muchas veces debemos respetar cuestiones que personalmente no nos gustan o agradan. Hasta hace poco, por ejemplo, en muchas comunidades rurales los padres no enviaban a sus hijas a la escuela. El mundo letrado era considerado como masculino. Como resultado, hoy la tasa de analfabetismo femenina sigue duplicando a la masculina. El Estado y las organizaciones de la sociedad civil han tenido que luchar arduamente para persuadir u obligar a las familias a que escolaricen a sus hijas.

Esta incapacidad de distinguir lo discrecional en la vida personal con la discriminación en la vida pública, por ejemplo, es uno de los principales problemas que tienen los grupos opositores al currículo escolar. Algunos padres de familia pueden creer que nacemos predeterminados a ocupar ciertos roles, posiciones y comportamientos. No obstante, no pueden exigir que el sistema educativo adopte estas creencias, especialmente cuando son contrarias al ordenamiento legal (¡y el conocimiento científico!).

En todas las sociedades democráticas, vía la educación escolar, se enseñan los valores y las normas que sostienen la vida ciudadana. Vivimos en una nación que suscribe la igualdad ante la ley y que tiene varias reglas y compromisos internacionales que claramente reconocen el enfoque y la equidad de género. La enseñanza y práctica de estos preceptos, entonces, deben ser parte esencial de la educación cívica, más allá de los deseos y majadería de unos cuantos. Sí, pues, la diversidad no es fácil, pero sí fundamental.