En su obra “La democracia en América”, Alexis de Tocqueville hace una predicción que se ha venido cumpliendo y que ahora recobra actualidad, si es que Vladimir Putin reconstruye el imperio que tiene en mente.
Dice el aristócrata francés que en el mundo hay dos grandes pueblos que, habiendo partido de puntos diferentes, parecen alcanzar el mismo fin: los rusos y los angloamericanos. “Su punto de partida es diferente, sus caminos diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un secreto designio de la providencia a tomar un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo”. Esto sucedió y se cumplió luego de la Segunda Guerra Mundial. Una mitad del mundo estuvo y sigue estando bajo la influencia de los EE.UU.; la otra mitad estuvo bajo la influencia de la desaparecida Unión Soviética (URSS), heredera del antiguo imperio de los zares y que, a mi modo de ver, Putin quiere reconstruir desde una ideología paneslava y nacionalista. Difícil saber si tendrá éxito en esta feroz y destructiva aventura, porque la mayoría de los intentos de reconstruir imperios ha fracasado.
Para Putin, la debacle de la URSS fue una tragedia nacional. Este gran imperio perdió un territorio de aproximadamente seis millones de kilómetros cuadrados que había sido conquistado a lo largo de siglos. Un imperio que se remonta a la gesta del príncipe Igor de Nóvgorod-Síverski, un pequeño principado de los que se formaron luego de disgregarse el gran dominio del reino de Kiev. Un reino fundado por Vladimiro el Grande (978-1015) y su hijo Yaroslav I el Sabio (1019-1054). El Estado de Kiev, hoy la capital de la devastada Ucrania, fue una gran potencia en la Europa oriental de la época medieval.
Siglos después, cuando empezó a liberarse del dominio de la Horda de Oro mongola, Rusia inició su gran etapa expansionista hacia el este y tomó posición de los reinos mongoles de Asia central. La expansión imperial rusa continuó bajo el reinado de Pedro el Grande, que empezó a occidentalizar su imperio, una tarea que logró un gran auge con Catalina II, que fue alemana, pero que supo integrarse y acostumbrarse a la cultura de los rusos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, bajo el gobierno del tirano Iósif Stalin, la URSS derrotó a los ejércitos nazis en unas batallas infernales en las que, en defensa de la “Madre Patria” rusa, murieron aproximadamente cuatro millones de ucranianos. Ucrania, como una serie de naciones, sufrió el yugo del totalitarismo soviético hasta que, luego de las reformas llevadas a cabo por Mijaíl Gorbachov, alcanzó su independencia.
Los rusos, luego de esta debacle territorial, política y económica, propusieron una especie de federación laxa, denominada Unión de Estados Independientes. De esta manera, podían continuar vinculados entre sí. Pero Rusia reconoció que eran estados independientes; es decir, autónomos que se podían autogobernar y dar sus propias leyes.
Esto es lo que ahora Rusia no le reconoce a Ucrania, arguyendo que no puede entrar a la OTAN y luego integrarse a la Unión Europea, porque dicho ingreso significaría una amenaza para su seguridad. Entonces, en nombre de esa seguridad, frente a la potencial amenaza de los que ellos llaman Occidente, Putin ordenó la invasión y la justifica por cinco razones: la “desnazificación” de Ucrania, su desmilitarización, el reconocimiento de la independencia de Crimea y el reconocimiento de la independencia del Donbás, una región al este de Ucrania.
Rusia actualmente tiene una economía como la mexicana; es decir, mediana a nivel mundial. A eso debe sumársele que ha desatado una guerra cuyas consecuencias no sabemos hasta dónde pueden extenderse. Por esa injusta intervención militar, debido al delirio de grandeza de Putin y su séquito de oligarcas, su país está sufriendo las consecuencias de otra guerra: la económica. La magnitud de esta medida y el rechazo mayoritario del mundo que se manifestó en la votación de la ONU está afectando al pueblo ruso, donde muchos ya salieron a protestar pese a la represión ordenada por el dictador que considera estas medidas como “una declaratoria de guerra”.
Ante esto, pueden pasar dos cosas. Si la OTAN, encabezada por EE.UU., decide intervenir en esta guerra, sería un desastre mundial. Pero, si no interviene, sería el desastre de Ucrania, porque el heroico pueblo ucraniano no dejará de luchar aún en la derrota. Siempre habrá resistencia, como la de Andrés A. Cáceres en el Perú, la de Jean Moulin contra los nazis en Francia y la de los partisanos en la ex Yugoslavia. Solo para dar unos ejemplos. La vida es un valor supremo, pero cobra sentido cuando decidimos libremente nuestro destino.
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