En medio del ruido político que vivimos –cambios de Gabinete, disputas y una sensación de desorden– hay un tema que merece una reflexión más profunda: nuestra identidad política.

Lo que está en juego va más allá de la indignación por firmas falsas en algunos . Hablamos de algo fundamental: la confianza que un ciudadano debe tener en que su identidad no sea manipulada.

El problema no es solo que alguien use tu nombre para fines políticos, sino también que eso socava el sentido mismo del valor de la representación ciudadana. Termina siendo responsabilidad del ciudadano revisar si ha sido inadvertidamente afiliado a un partido, como si cargar con esa tarea fuera lo normal (¡hasta al Papa hubo que verificar!). Pero ¿no debería ser al revés? ¿No debería el sistema electoral proteger nuestra identidad sin que estemos en alerta permanente?

Participar en política no es solo un derecho: es un compromiso con el país. Aspirar a una representación genuina implica conciencia y convicción, no simplemente aparecer en una lista por error o mala práctica. Queremos participación activa y real, pero buscamos evadir el trabajo que implica construirla de verdad. Queremos partidos fuertes, que realmente representen a sus afiliados y tengan ideas claras. Pero consolidar un partido toma años: requiere inculcar valores, construir comunidad y forjar identidades. Los partidos deberían ser espacios donde los ciudadanos se suman porque creen en una visión común, no porque alguien los inscribió sin preguntar. Si un partido necesita falsificar firmas para inscribirse, no solo pierde fundamento democrático, sino que alimenta el desencanto y aleja aún más a la gente de la política.

Los partidos son el primer filtro para garantizar que la afiliación de sus miembros sea real. No basta con decir que la responsabilidad recae en el JNE o Reniec. Asegurar su propia legitimidad es indelegable. Se han presentado iniciativas para corregir estas irregularidades: el JNE ha propuesto un proyecto de ley y algunos congresistas también han sugerido medidas. No sabemos si estas reformas podrán aplicarse para las elecciones del 2026. Pero queda claro que la legitimidad no se impone ni se improvisa; se gana respetando la identidad y voluntad de las personas.

Al final, somos los ciudadanos quienes vamos a decidir a quién ponemos en el poder. Pero ¿cómo confiar en organizaciones que ni siquiera respetan al ciudadano lo suficiente como para construir una relación genuina desde el inicio? Si no hacen el esfuerzo de sumar voluntades de manera honesta, ¿cómo pretenden representar una voz colectiva? El respaldo popular no se obtiene con engaños, sino respetando la esencia misma de la política: servir a la gente, no usarla.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Macarena Costa Checa es politóloga

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