(Foto: Congreso).
(Foto: Congreso).
Editorial El Comercio

En los últimos meses, la idea de disolver el ha aflorado en el discurso de mucha gente, esté vinculada directamente a la política o no. La han coreado en forma de consigna los manifestantes que marchan hacia la plaza Bolívar cada vez que un escándalo pringa la ya percudida imagen de la representación nacional, la han mencionado con entusiasmo quienes quieren una nueva Constitución o unas nuevas elecciones que los dejen en mejor pie que las del 2016, la han reclamado en tono de bravata los parlamentarios más hostiles al gobierno (convencidos sin duda de que es un arma que acabará hiriendo a quien la esgrime); y, por último, la han deslizado entre líneas los representantes del Ejecutivo cuando la mayoría legislativa ha tratado de poner sus iniciativas en salmuera.

No todos imaginan aparentemente la materialización de la idea de la misma forma, pero sí basan su demanda o amenaza sobre la vaga noción de que existe una disposición constitucional que la permite. Y tienen razón. La actual Carta Magna establece en su artículo 134 que “el Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si éste ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros”.

Parecen olvidar, sin embargo, que se trata de un recurso extremo y traumático, concebido solamente para salir de un trance en el que el conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo haya dejado al primero de esos poderes del Estado en la inmovilidad absoluta y sin capacidad de diálogo o negociación para destrabar el bloqueo.

¿Es esa la situación que enfrentamos en el país de un tiempo a esta parte? La verdad es que no parece ser el caso. Se diría que simplemente ocurre que las aspiraciones maximalistas de todas las partes involucradas –gobierno, distintas encarnaciones de la oposición y votantes– han hecho apetecible la posibilidad de cortar camino y, en lugar de asumir la dosis de responsabilidad que toca a cada uno después de una elección, ‘resetear’ el sistema con la esperanza de que el orden resultante se asemeje más a su nueva fantasía.

Ese ciertamente es el afán que se agita detrás de los que gritan en la calle “¡que se vayan todos!”, así como detrás de las intervenciones de congresistas como o Víctor Andrés García Belaunde, que en la Comisión de Constitución clamaban hace poco en alusión al presidente: “que venga y cierre el Congreso” o “lo invitamos a que lo haga; por la fuerza militar, si quiere”. Pero también, no lo olvidemos, detrás de reflexiones del presidente o el primer ministro César Villanueva que no por gaseosas en la expresión son menos nítidas en el contenido (“Hemos dicho que no descartamos ninguna medida para lograr el objetivo de luchar y destruir la corrupción”, declaró el primero el 10 de setiembre a CNN; y “todo es posible en el marco de la Constitución, todo es posible, que nadie se equivoque”, advirtió el segundo el 12 de octubre en entrevista periodística).

Dejando de lado las complicaciones que supondría la interpretación de qué materias podrían ser ahora objeto de cuestión de confianza y la determinación de cuántas ya fueron votadas, es evidente que el remezón que sufriría la estructura institucional y económica con una medida así sería mayúsculo y de lenta recuperación.

Cabría recordar por eso que lo que la Constitución hace con el jefe del Estado es facultarlo, y no obligarlo, a disolver el Congreso.

Desde luego nadie quiere que congresistas eventualmente corruptos o sistemáticamente mentirosos permanezcan en sus curules. Pero esos son casos que se pueden resolver de manera quirúrgica e individual. Por lo demás, lo deseable sería que se queden todos: los elegidos por la ciudadanía para el Ejecutivo en Palacio, los elegidos para Legislativo en el Parlamento y los también electores con las consecuencias de su decisión de hace dos años.

No se puede manosear de manera frívola un recurso que, por constitucional que sea, estresa la democracia, cuando lo que corresponde es que cada uno asuma la responsabilidad que le concierne con seriedad y patriotismo.