El presidente Pedro Castillo conversa con la titular del Congreso, María del Carmen Alva, el pasado lunes 28 de marzo, durante la sesión plenaria en la que se discutió la moción de vacancia contra el mandatario. (Foto: Congreso).
El presidente Pedro Castillo conversa con la titular del Congreso, María del Carmen Alva, el pasado lunes 28 de marzo, durante la sesión plenaria en la que se discutió la moción de vacancia contra el mandatario. (Foto: Congreso).
Editorial El Comercio

Dos días atrás, nuestra selección de fútbol que tras la primera rueda de la Eliminatoria sudamericana con miras al Mundial de parecía imposible. De la mano del profesor , el llamado “equipo de todos” y, con ello, se ganó el derecho a disputar el repechaje con quien resulte ganador del partido entre Australia y los Emiratos Árabes Unidos en busca de un cupo para participar en la más grande fiesta del fútbol mundial.

¿Cómo consiguió el equipo nacional remontar la adversa situación que enfrentaba hace menos de un año? Pues con disciplina, inteligencia, amor a la camiseta y, claro, también un poco de suerte: una mágica fusión de factores que hizo que la selección gozara, a través de todo el proceso, del respaldo indeclinable de una gran mayoría de los peruanos, aficionados al balompié o no.

La circunstancia de que el episodio final de esa hazaña tuviera lugar solo un día después de que una por incapacidad moral permanente se debatiese y votara en el ha motivado comparaciones fáciles y no siempre bien calibradas. La pregunta que hemos escuchado estos días expresada en distintos tonos es más o menos la siguiente: ¿Por qué nuestros políticos no pueden poner su amor a la patria por encima de sus diferencias y trabajar todos unidos entregándonos una buena gestión gubernamental?

La frase suena bien, pero ignora algunos detalles que hacen que, con todos sus defectos, la democracia siga siendo el sistema que mejor nos garantiza la transparencia en la administración de la cosa pública y la renovación de los cargos de elección popular al final de los mandatos. La idea de distribución del poder entre sectores que piensan de manera diversa ha demostrado ser un acicate para la fiscalización y los contrapesos cruzados. A nadie se le puede pedir que, en virtud de un prurito de “unión nacional”, deje de creer en lo que, a su entender, es lo mejor para el país y le lleve el amén a quien está en sus antípodas. Eso sería, entre otras cosas, defraudar a los electores que dieron sus votos a unos u otros a partir de lo que ofrecieron en campaña.

Esa realidad, sin embargo, tampoco significa que estemos condenados a que oficialismo y oposición se saquen cíclicamente los ojos durante cinco años hasta que una opción política gane al mismo tiempo las elecciones presidenciales y las parlamentarias con mayoría absoluta. Existe una nítida frontera entre la objeción ideológica o principista y el entrampamiento, y la ciudadanía identifica de inmediato cuando esa frontera es cruzada sin miramientos. Por eso, Ejecutivo y Legislativo padecen en estos momentos la misma abrumadora desaprobación: porque la población reconoce en qué punto una acusación al prójimo es un subterfugio para seguir haciendo mal aquello que ya se estaba haciendo mal, o para ocultar bajo las inmoralidades ajenas las propias.

Lo que se les pide a nuestras autoridades es, simplemente, que cada una cumpla sus funciones –sean estas las de gobernar, legislar o fiscalizar– lo mejor posible y de acuerdo con aquellos valores que al entrar en la contienda democrática se comprometieron a respetar: probidad y competencia en el ejercicio del poder, intangibilidad de algunos derechos ciudadanos elementales, reporte periódico de los actos de gobierno a los mandantes.

Parece sencillo, pero nuestra historia reciente demuestra que no lo es. En el equipo que conforman nuestras autoridades elegidas muy pocas desempeñan la función que les toca de la manera descrita. Y por eso son percibidas como el equipo de nadie. Por eso, también, la grita inaceptable de “que se vayan todos” tiene tantos adeptos en las calles.

Nuestros representantes en el Ejecutivo y el Legislativo tienen una lección que aprender de nuestra selección nacional. Demostrar que ponen al país por delante, no renunciando a sus funciones, sino más bien ejerciéndolas con probidad y transparencia. El problema es que no parecen tener disposición de hacerlo. Y así no vamos a clasificar nunca.