En Lima es cada vez más común cruzar una cafetería en cada esquina, como si la ciudad se hubiese vuelto un inmenso mapa de aromas tostados. Algunas llevan nombres inventivos, otras apelan a lo clásico; las hay familiares, de parejas que apostaron sus ahorros, y también de emprendedores que abandonaron carreras enteras para rendirse a una taza de café. En calles donde antes reinaba la panadería o el minimarket, hoy conviven dos, incluso tres cafeterías pegadas pared con pared. El fenómeno, que hace unos años parecía una moda pasajera, se ha consolidado en una pregunta inevitable: ¿es rentable vivir del café o es, en realidad, el sueño romántico de quienes no se resignan a vivir sin él?