Cuando no existía Netflix, cuando no había Games of thrones, cuando Leyla Chihuán aún jugaba voley y todavía no llegaba el siglo XXI, ya estaba ahí Tony Soprano.
Era 1999 y se aplica la exactitud tanguera de Carlos Gardel cuando canta que “veinte años no es nada”. La generosa humanidad del actor James Gandolfini —125 kilos distribuidos en 1,85 metros de estatura según autopsia— encarnó en la mitología doméstica a Anthony Soprano, un gigante noble y letal a la vez.
El protagonista era un hombre de mediana edad, con dos hijos adolescentes, una madre castrante, una mujer inteligente y varias novias descartables. Nada fuera de lo común de no ser porque simultáneamente fungía de padrino de la mafia de Nueva Jersey. Su fachada, un puticlub de onomatopéyica referencia gangsteril: Badabing!*
La visión era la de David Chase, guionista con carrera pero sin grandes éxitos. Salvo lo de la mafia, compartía todas las características de su personaje. Su apellido verdadero era DeCesare. El piloto se filmó en el 97. Nadie se interesaba por él. Tuvo que convertir la r del logo en pistola porque inicialmente pensaban que se trataba de una serie musical. ¿Quién va a ver eso?, le decían.
A partir del año 99, cuando el cable empezaba a matar la señal abierta, HBO ofrecía un tesoro a los simpatizantes civilizados de la omertá y otros códigos de honor a plomazos: un banquete de diálogos tan inteligentes como inquietantes estructuraban la tenebrosa normalidad doméstica de un mafioso. La orgía complementaria de violencia que sostiene al género negro estaba estética y moralmente justificada. No era sangre, era rojo.
La canción inicial** anticipaba una purga dominical del buenismo y flacidez que vienen con la edad sin que nadie los reclame. Para el exorcismo de rigor, Tony, y el espectador, tenían al sereno personaje de la doctora Melfi, la psicoanalista del mafioso. El simbolismo de los sueños que el delincuente le contaba a su terapeuta era, balas más, balas menos, los mismos que los del espectador: cómo alinear familia, negocios, pasión y felicidad. No siempre coinciden.
Más de tres decenas de personajes ––morían rápido, es verdad–– honraban el dictum de John Huston: el 90 % de la dirección es un buen casting. Algunos desconocidos como el exdelincuente Tony Sirico (28 arrestos en su haber) daban vida fidedigna al notable papel de Paulie Walnuts. La única condición del prontuariado para trabajar en la serie había sido honorable: que su personaje no fuera un soplón. Una ética antagónica al involucrado en Odebrecht.
Y así pasaron veinte años. La serie acabó en 2007 en un final abierto que elevó aún más su mitología***.
James Gandolfini murió de un infarto mientras vacacionaba en Roma hace seis años. Se anuncia una precuela en la que su hijo hará de Tony Soprano niño. Y ahora, por el aniversario, HBO está repitiendo la serie a manera de maratón lechucera, como si fuera un infomercial cualquiera de fotocopiadoras de Julio Gagó.
Es extraño volver a verla ahora que a la señora Chihuán no le alcanza la plata y la cleptomanía rastrera, sin ningún resabio de dignidad alguna, se ha convertido en normalidad atmosférica. Por ejemplo, es imposible imaginarse a Tony Soprano pidiendo asilo en una embajada, ese papelón.
Nuestros delincuentes le deben una disculpa a la familia Soprano.
* En El Padrino, el actor James Caan, haciendo de Sonny Corleone, improvisó la frase luego de escucharla en boca de un mafioso real, Carmine Persico.
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*** En 2016 Rolling Stone la declaró la mejor serie de la historia.