El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. (Foto de ROBERTO SCHMIDT / AFP)
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. (Foto de ROBERTO SCHMIDT / AFP)
/ ROBERTO SCHMIDT
Héctor López Martínez

A lo largo de su intensa campaña electoral e incluso en el vibrante discurso que pronunció al dar inicio a su segundo período presidencial, Donald Trump ha reafirmado su vehemente deseo de que Estados Unidos vuelva a tener una edad dorada, ese período de intensa prosperidad y gigantesco crecimiento que comenzó inmediatamente después de concluida la Guerra de Secesión, que ocurrió entre 1861 y 1865, cuando el norte industrial derrotó y terminaría arrasando al sur agrario y esclavista.

Como se sabe, el poeta y rapsoda Hesíodo (776 a.C.), en su poema didáctico “Los trabajos y los días”, refiere un mito relacionado con las diferentes edades que se sucedieron desde el comienzo de la humanidad. En un inicio, explicaba, todo el poder estaba en manos de Cronos, un titán, dios del tiempo, quien fue el primer rey del mundo. Bajo su gobierno los hombres llegaron a vivir igual que los dioses, libres de problemas, penas y miserias de cualquier índole. Este mito, muy pronto, se convirtió en un símbolo nostálgico que representaba los pasos iniciales de la humanidad como el reino de la buena fe y de la justicia. En la literatura española, Miguel de Cervantes, en “El Quijote”, se refiere en diversas oportunidades a la edad dorada.

Claro está que el inicio de una edad, como marco cronológico, implica cambios radicales, incluso severísimos. Ya los viene haciendo Trump con sus numerosas órdenes ejecutivas. Busca dejar lo más pronto en el olvido tiempos decadentes, de turbulencia económica, de juventudes adictas a las drogas, de la llamada cultura woke y una delincuencia fuera de control.

A mediados de la década de los años 60 del siglo XIX, inmediatamente después del horror de la guerra, EE.UU. alcanzó vertiginosamente su máximo desarrollo convirtiéndose en la mayor economía del mundo. La producción de carbón bituminoso y de antracita logró niveles jamás vistos. Andrew Carnegie impulsó notablemente la industria siderúrgica y la elaboración de acero aumentó de un millón de toneladas en 1880 a 25 millones de toneladas en 1910. La obtención del cobre, fundamental para los cables eléctricos, pasó de 30.000 toneladas en 1880 a 500.000 en 1910. Los ferrocarriles, cada vez más veloces y cómodos, se multiplicaban y Estados Unidos también alcanzó el liderazgo mundial en la producción de petróleo.

Paralelamente notables inventores norteamericanos, como Thomas Alva Edison, iluminaron grandes ciudades y pueblos con luz eléctrica y gracias a Alexander Graham Bell esos núcleos urbanos pudieron comunicarse rápidamente mediante la telefonía. Con los hermanos Wright, la industria aeronáutica, a su vez, inició su lento pero tenaz despegue y ya en las primeras décadas del siglo XX aeroplanos con pasajeros unían las grandes urbes de EE.UU. Pero no todo era gigantesco. Gracias a la publicidad se perfeccionaron las ventas al por menor en modernas tiendas ubicadas en edificios donde cada piso estaba dedicado a determinada mercadería. El periodismo alcanzó cotas millonarias en sus tirajes y las ediciones se multiplicaban de acuerdo a la importancia de las noticias. Los grandes diarios con rotativas cada vez más rápidas y modernas no descansaban. En este vital rubro destaca un nombre: William Randolph Hearst. Otro nombre emblemático es el de Henry Ford, quien logró construir su primer automóvil en 1896 y años después creó el sistema de producción en cadena. Sus fábricas en Detroit llegaron a producir un millón de autos en 1920.

Otras empresas gigantescas asociadas a nombres igualmente señeros fueron las de Dupont, Rockefeller, Morgan y muchas otras. Obviamente este auge industrial necesitaba ingente mano de obra y Estados Unidos abrió sus fronteras a millones de inmigrantes, mayoritariamente europeos. La población de Nueva York, Chicago, Filadelfia, etc. creció de tal manera que permitió concentraciones demográficas sin precedentes. Todo, absolutamente todo, se fabricaba en Estados Unidos. Precisamente Trump ha dicho que eso tiene que volver a ser así y ha dispuesto una espectacular baja de impuestos, que sin duda constituye un notable aliciente. Para los productos extranjeros suben los aranceles. “América primero”.

En el plano internacional la victoriosa guerra que la patria de Washington sostuvo con España en 1898 le permitió intervenir en Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico. En 1903 Estados Unidos hizo posible que Panamá se independizara de Colombia y ya como país independiente permitió y pactó la construcción del Canal de Panamá con capitales y tecnología norteamericanos. La portentosa obra se inauguró en 1914 y ahora Trump reivindica la propiedad del canal olvidándose del Tratado Torrijos-Carter.

Esta nueva edad dorada que pretende Trump se ha iniciado prohibiendo el ingreso de inmigrantes ilegales, mayormente mexicanos y de otros países hispanoamericanos. También ha decidido deportar a millones de ilegales de igual procedencia. Sin embargo, inmediatamente estados como Texas, California y Florida han protestado pues necesitan esa mano de obra numerosa y barata sin la cual no puede sostenerse su economía. Las cosas recién se inician y veremos si Donald Trump, efectivamente, logra otra deslumbrante edad dorada.

(*) Héctor López Martínez es historiador

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