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Radiografía de un desastre
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El Estado Peruano ha venido implosionando, en cámara lenta, en los últimos años y es muy probable que se encuentre en su fase terminal. La historia viene de antiguo, cuando la república del Perú –nacida con ilusión e ideales nobles– fue capturada por una caterva de oportunistas que definieron el modelo prebendario, violento, traidor y golpista que ahora exhibe profundas grietas. No hay más que acercarse a ellas para reconocer a los monstruos que han vivido agazapados en sus sótanos.
En este nuevo reparto de cartas en el garito congresal ya no es posible disimular la codicia y mucho menos la sed de poder de los que ven en nuestra debilidad la inmensa posibilidad de seguir lucrando. De allí mi planteamiento de crisis terminal porque obliga a aceptar que este momento no es el de una mera transición a las elecciones, sino el de un cambio de un paradigma inservible. Lo que estos tiempos efervescentes demandan es la búsqueda de soluciones que no pueden obviar el desmantelamiento de un modelo (“Estado botín”) que en medio de una serie de bonanzas económicas no fue capaz de proveer seguridad y mucho menos salud, educación y vivienda digna a millones de peruanos. Ciertamente, existe una patología política, que atraviesa todo el espectro social, donde el bien común es una palabra desconocida y el oportunismo y el deseo de llegar primero, incluso para liderar el salto al vacío, es la única motivación.
Como millones de peruanos me siento triste, indignada, frustrada e incluso carente de palabras para explicar nuestra tragedia cotidiana, en parte autoinfligida. El último capítulo de este drama, luego de una balacera en un recinto militar, ha sido un breve tránsito donde nos aguardaba un acusado de violación, portando la banda presidencial. Afortunadamente nuestra historia tiene otros caminos y uno de ellos me llevó a los escritos del más lúcido de nuestros locos. Y aquí me refiero a Martín Adán, quien con su calma y parsimonia habitual acuñó la famosa frase “el Perú vuelve a la normalidad” a propósito del golpe de Estado del general Odría contra José Luis Bustamante y Rivero. Luego de ser testigo presencial, tenía solo 21 años, de la caída de Augusto B. Leguía y de la sangrienta década de 1930, el autor de “La casa de cartón” entendió como nadie el perverso mecanismo de la tortuosa política peruana. Martín Adán, un poeta genial que vivía en el Larco Herrera, acuñó otra frase que vale la pena recordar. En efecto, su pensamiento, definido como “hermético y transcendental”, puede guiarnos en esta etapa de ajuste de cuentas con un pasado que nos hemos negado a procesar y mucho menos rectificar.
“¿Cuándo seré el que soy y no uno de mentiras?” es una pregunta lanzada al aire por Adán que si la aplicamos a la realidad peruana actual puede ayudar a cuestionar nuestro errático derrotero histórico. Más aún, una necesaria toma de conciencia colectiva permitiría incluso responder la siguiente que propongo: ¿Cómo es posible que los herederos de un pasado milenario, de unos recursos, ahora auríferos, extraordinarios, de una diversidad cultural y una desbordante energía vital vivan en una eterna degradación social y moral? Un país permanentemente destruido por los suyos y que en momentos difíciles –pienso en Teresa González de Fanning buscando el cadáver de su marido en la noche tenebrosa de San Juan y Miraflores, en Manuel Pardo agonizando en el patio del Senado o en el gran mariscal José de la Mar vilmente deportado por un compañero de armas, quien no solo lo condenó a un injusto exilio sino le arrebató el derecho de defensa– se levanta para volver a tropezar con la misma piedra.
Ya que hemos olvidado las lecciones de nuestra historia y, en su lugar, decidimos crear una serie de inútiles ficciones, entre ellas la del “maestro rural” que nos redimiría de todos nuestros males seculares, es necesario plantear derroteros posibles hacia donde caminar juntos. Y esto tan solo se logra con proyectos concretos, como producto del esfuerzo constante y colectivo. Porque es muy fácil organizar una enésima ceremonia caníbal contra la expresidenta saliente con la finalidad, como ocurrió con Leguía, de derivar la responsabilidad propia en un “otro” malvado y expulsado de la tribu. Lo que es mucho más complicado, porque exige responsabilidad individual, es dejar de ser ese “país adolescente”, al que se refirió Luis Alberto Sánchez, para convertirse en una república sensata, ética, justa, humana y compasiva. ¡Es tiempo de empezar!

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