
En Cajamarca, uno camina, pero no se cansa. Hay que estar ahí para entenderlo: el tamborilero marca el paso, el cuerpo se entrega al ritmo y el baile se vuelve inevitable. En medio del vaivén del primer día de carnaval, el brazo se alza sin pensarlo, aceptando otra ronda de calientito o cachadita. Y no es solo una, sino muchas las manos que se extienden con capitas o vasos descartables vacíos, pidiendo un poco más, tomando impulso al ritmo de coplas para una caminata de treinta cuadras hasta el epicentro de la fiesta.
MIRA TAMBIÉN: Semana Santa en Huarmey: todo lo que esconde el destino con playas paradisiacas, deportes de aventura y la fresca chicha huarmeyana
Durante cinco días, la ciudad se reconfigura. El carnaval se apodera de la ciudad como una fiebre antigua que todo lo transforma. Aparecen estrados sobre torres de cajas de cerveza, los heladeros convierten sus carritos en barras ambulantes, y en cada esquina se exhibe un cerdito dorándose a fuego lento, esperando su turno en la fiesta.
Newsletter exclusivo para suscriptores


El camino al paraíso de los carnavaleros no es solo baile y jarana, también es bautismo. Agua y pintura marcan el inicio y el final de la celebración, como si el tiempo solo pudiera contarse en colores. La ruta al Qhapaq Ñan es un campo de guerra donde los niños emboscan con pistolas de agua a los desprevenidos, los baldes de pintura aparecen de la nada y alguna vecina, desde un balcón, lanza una mezcla de colores. Nadie llega intacto. Es la bienvenida oficial al carnaval.
Pero en Cajamarca el clima es tan impredecible como su popular frase “aquisito nomás”. La lluvia irrumpe cuando le da la gana. Para cuando se llega a la explanada del Qhapaq Ñan mojarse ya no importa. Los primeros videos virales muestran cuerpos tendidos en el pasto, rescatados por amigos más sobrios o arrastrados hasta una mototaxi. Pero hasta en la mayor fiesta del año hay jerarquías. Entre el lodo y la espuma, se distinguen los designados de cada comparsa, los que cargan la responsabilidad como un castigo divino: asegurarse de que todos lleguen vivos a casa. Porque mañana hay que volver a empezar.

A medida que la ciudad recupera el pulso, aparecen los rezagados. Hombres a medio vestir, mujeres sin botas y niños que conducen a sus padres que aún tienen los ojos cerrados. Las comparsas se forman para el gran desfile: Piccolo de Dragon Ball avanza con gesto solemne, seguido de un grupo de muchachas vestidas de dulces, detrás marchan reyes, payasos, brujas y caballeros de armadura improvisada. Los acompaña a cada uno su propia orquesta y un coro de aplausos que los empuja a seguir.
Las comparsas avanzan en una marcha interminable de dorados y plateados. En total son más de 150 grupos que recorren la ciudad desde el estadio Héroes de San Ramón hasta el Arco del Triunfo. La fiesta no se detiene. El 3 de marzo, el Gran Corso los reúne nuevamente con sus mejores galas, mostrando su creatividad en patrullas y disfraces. El 4 y el 5 de marzo, se da cierre al carnaval con la promesa de que en 360 días, la fiesta será aún más grande.

El carnaval de mis recuerdos
Hace 50 años, por esas mismas calles de Cajamarca, las patrullas de danzantes deambulaban sin límites, brincando y bailando, animando a quienes encontraban en su camino. Se adentraban en las casas para celebrar familia por familia y luego salían para continuar su marcha.
Los barrios tradicionales eran los protagonistas absolutos. San José, San Pedro, San Sebastián y Cumbe Mayo enviaban a sus patrullas como si fueran delegaciones en una competencia no escrita. Cada una tenía entre tres y seis comparsas que llenaban las calles con su música y energía. Hoy las comparsas pueden llegar a 25 por barrio, pero en aquellos años la competencia era más intensa.

“A veces nos encontrábamos con patrullas de otro barrio y ahí se armaba la grande. Algunos sacaban sus binzas [látigos hechos con el pene seco del toro] y se daban con todo. Había mucha rivalidad”, recuerda Víctor Cedrón, de 82 años, vecino de San Pedro. “De aquellos días de mi carnaval querido aún quedan la felicidad, el alcohol y la competitividad. Pase lo que pase, Cajamarca nunca perderá sus tradiciones.”, sentencia alzando su vaso de calientito.
En esos tiempos, el carnaval olía a chicha colorada, a chicha de maní y a cañazo, los combustibles primordiales de la fiesta. Hoy la cerveza domina, y alguna fiesta de reggaetón aparece, pero las viejas tradiciones aún resisten. Siguen sonando el rondín, la tumba, las maracas y los acordeones. Y la herencia se mantiene intacta. Porque uno puede alejarse de Cajamarca, pero el carnaval siempre te reclama.
El hombre de 78 años es una institución dentro del Carnaval de Cajamarca. Fundador del Club Comparsa San Pedro en 1972, dedicó su vida, en paralelo a su carrera de profesor, a difundir el amor por el carnaval. Este año, su comparsa conformada por otros 23 integrantes, obtuvo el primer puesto en la categoría de Comparsa Mayor Masculina con una puesta en escena dedicada a la obra del pintor cajamarquino José Sabogal.











