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Fuego bajo control: así se probó el futuro de la extinción de incendios en El Potao en 1934 | FOTOS
El actual cuartel “Gutiérrez Candia”, ubicado en El Potao, en el distrito del Rímac, fue construido en 1931 con el nombre original de cuartel “Gutiérrez Andía”, tal como lo señalaba la norma legal de la época. En ese recinto tuvo lugar un hecho clave para la Guardia Civil de aquellos años, fundamental en su labor operativa dentro de la comunidad.
La prueba de los nuevos "extinguidores" para la Guardia Civil en El Potao concitó la atención de oficiales y guardias atentos a la demostración (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
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Fuego bajo control: así se probó el futuro de la extinción de incendios en El Potao en 1934 | FOTOS
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Construido en la antigua huerta “El Potao”, en el Rímac, por disposición de la entonces Intendencia General de Policía, el cuartel de caballería “Gutiérrez Andía” ya se encontraba operativo en octubre de 1931, durante el gobierno provisional de la Junta Nacional de Gobierno que asumió el poder tras el derrocamiento del dictador Augusto B. Leguía. Posteriormente, el presidente Luis M. Sánchez Cerro fortalecería esta instalación tras asumir el mando en diciembre de ese mismo año. Sin embargo, fue un hecho muy específico el que consolidó una imagen más cercana de la Guardia Civil ante la comunidad limeña: el 9 de marzo de 1934, dentro del cuartel, se realizó una demostración pública y en tiempo real del uso de los nuevos “extinguidores” que luego serían incorporados al equipamiento policial.
LIMA, 1934
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Era casi mediodía en El Potao, pero el cuartel “Gutiérrez Andía” no parecía un cuartel. No se escuchaban botas ni corneta, ni órdenes secas lanzadas al aire. Esa mañana, el silencio tenía peso, como si algo estuviera a punto de ocurrir. Y lo estaba.
Decreto que confirma el nombre original del cuartel de El Potao en el Rímac, el cuartel "Gutiérrez Andía", como se le llamaba en los años 30. (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
Esta vez, el protagonista no era el uniforme, ni el sable, ni el trote disciplinado de los caballos de la Guardia Civil. Era el fuego. O más exactamente: el arte —nuevo, técnico, casi científico— de vencerlo.
Una convocatoria silenciosa, sin bulla ni anuncios públicos, pero con la precisión de una orden bien dada, había reunido en el cuartel a figuras clave de las esferas policial, comercial y técnico de Lima.
Oficiales de alto rango, gerentes bien vestidos, técnicos extranjeros, y uno que otro curioso con buenas conexiones se acomodaban, discretos, alrededor de un escenario insólito. No era un desfile. Era una prueba. Un ensayo de fuego real.
Imagen de la fachada del cuartel hacia los años 30. (Foto: Internet)
Titular de la nota publicada en El Comercio el 10 de marzo de 1934. (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
El anfitrión: el teniente coronel Edilberto Salazar Castillo, jefe del regimiento de caballería. A su lado, el sargento mayor Fernando Rincón mantenía el gesto firme, mientras los invitados se acomodaban en los márgenes del patio.
Minutos después, un hombre de bigote delgado y acento extranjero —el señor Thombasen— tomó la palabra. Era el representante técnico del fabricante de los nuevos aparatos “Minemax”, recién llegados desde Europa. Extinguidores. Palabra que ya se usaba con cierta frecuencia desde inicios del siglo XX.
Es que esa tecnología de respuesta efectiva ante los siniestros siempre se renovaba para bien del control no de los frecuentes manifestantes sino del fuego, de los incendios que eran más continuos que las marchas en la capital peruana.
El especialista en extinguidores, el señor Thombasen, en plena demostración del poder de su nuevo instrumento. (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
EL POTAO: LA PRUEBA DE LOS “EXTINGUIDORES”
La explicación fue breve, pero tensa. Como si el humo pudiera adelantarse al relato. Al centro del patio, un montaje meticuloso esperaba: maderas, cartones, paja, pintura, gasolina, alcohol. Una miniatura del desastre urbano.
A un costado, en formación, los doce extinguidores aguardaban su momento. Algunos de tamaño portátil; otros, como pequeños tanques listos para la guerra. Entonces, sin previo aviso, alguien dio la señal.
Una llama pequeña, casi tímida, apareció entre los cartones. En segundos, como si el aire mismo conspirara, el fuego creció. Las lenguas naranjas se alzaron con violencia. Y en ese instante, todo se detuvo.
El extinguidor de alta presión cumpliendo su misión de sofocar el fuego. (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
El silencio se volvió absoluto. No por temor, sino por expectativa. ¿Sería cierto lo que prometía aquella máquina extranjera?
El señor Thombasen actuó rápido. Maniobró uno de los “Minemax” con seguridad. Apuntó. Presionó. Un chorro blanco, como una bocanada de invierno, cubrió las llamas. Y como si obedecieran, las llamas retrocedieron. Una, dos, tres ráfagas más. Fuego vencido. Ni una chispa sobrevivió.
El gas carbónico había hablado. Y lo había hecho mejor que cualquier discurso. Los presentes —entre ellos el Intendente General de Policía, Armando Aguirre; el Inspector General Daniel Matto; y otros altos mandos— se miraron en silencio. Nadie aplaudió de inmediato. No hacía falta. Habían visto suficiente.
La demostración práctica incluyó distintos materiales inflamables. En todos funcionó (Foto: Archivo Histórico de El Comercio)
Consultado al final, el comandante Aguirre fue claro:
“Los mejores son los que usan gas carbónico”, dijo con voz firme, como quien acaba de tomar una decisión que marcará el futuro. Sin duda, la prueba fue un éxito rotundo. No hubo desfile, ni banda militar, pero sí hubo algo más raro y valioso: convencimiento.
El señor Krefft, gerente de la firma Ostern —representante en Lima del producto— y el propio Thombasen recibieron saludos sobrios, pero cargados de reconocimiento. No por vender un aparato sino por ofrecer una certeza: en la lucha contra el fuego, ya no habría que improvisar.