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Jaime Bedoya

(California). Comprar marihuana en San Francisco es más seguro que ir a una pollería en Lima. En la pollería puedes acabar recibiendo un plomazo junto con las papas fritas. En el dispensario —así se llama el lugar donde legalmente se vende cannabis de uso recreativo a mayores de 21 años—, puedes tropezarte si es que tienes los pasadores desamarrados. Más nada.

Antes de propiamente ingresar a la tienda de sicotrópicos hay que responder un cuestionario y firmar una declaración jurada. Uno se compromete a observar un buen comportamiento dentro de la tienda, a no hacer fotos, a evitar el consumo público fuera del lugar y, bajo ninguna consideración, a revender los productos que se compren. Luego, como en una cita con el dentista, uno es llamado por su nombre de pila para ser atendido personalmente. La cultura peruana hace inevitable mirar sobre el hombro en espera de la mancada.

Un joven amable y aplomado con un auricular colgando del oído izquierdo pregunta cómo te quieres sentir hoy. Ni tu novia. Se le explica de la manera más estructurada posible los requerimientos sensoriales a procurar, mientras dos cámaras cenitales capturan el momento para la posteridad y un equipo de seguridad esperando alguna señal de peligro. Algo le van diciendo al oído al dependiente, posiblemente los datos específicos de la persona a quien atiende. Eso explica ciertos comentarios diplomáticamente insertados en la conversación:
—En su país el cannabis no está legalizado, ¿no es así?
—De ninguna manera.
—Entiendo. ¿Y usted a qué se dedica?
—… (¿necesita saberlo?).

No hay como la paranoia. El vendedor procede a una breve explicación general de las variedades de la planta —sativa, índica y ruderalis—, detallando las características de los efectos de cada cual. La índica te lleva hacia dentro, la sativa te invita a exteriorizar tus sensaciones. Si la fumas, el efecto es inmediato; si la llevas en alguna de nuestras variantes comestibles (dulces o saladas), el efecto se puede manifestar al cabo de 30 minutos. Y dura más: hasta cuatro horas. A veces el cannabis comestible tiene un segundo aire, que de pronto te coge y eleva cuando menos lo imaginas. Es mejor estar preparado.

A punto de culminar la amable consulta, que por gratamente pastrula provoca extender lo más posible, el vendedor indica que legalmente hay que recibir un panfleto. En él se dan las indicaciones para un consumo sano del cannabis. Si experimenta lo síntomas aquí detallados (confusión extrema, alucinaciones, aumento de la presión o ritmo cardíaco, náusea severa), llame gratuitamente a este número de emergencia. Y ya que llevará el producto comestible, le recomiendo estas gomitas. Son libres de gluten, bajas calorías, y kosher. Empiece por una, pero no pase de tres en cada ingesta; créame: cada gomita contiene cinco mg de THC. ¿Tiene algún problema que sea en forma de gomitas? Lo pregunto porque hay clientes veganos que dicen que no comen gomitas de ninguna manera.

Se sale del dispensario con una discreta bolsita de papel marrón y un persistente sentido de culpabilidad tercermundista. Lo último que parece es que uno acababa de comprar drogas. Dicen que dentro de diez años todo Estados Unidos será como California: consumo legal, multiculturalismo, derechos civiles soberanos, disrupción digital permanente, progresismo medioambiental, salvaje gentrificación urbana. Y por doquier ejércitos de homeless que por siempre llegarán tarde y pobres al futuro.

Mientras ese día llega, los camareros del chifa Far East Cafe de Chinatown se esmeran en demostrar que no hablan inglés ni les interesa hacerlo. Entonces hay que dejar hablar a la gomita y todo fluye: un río de cálida sopa wantán desciende cuesta abajo por la colinas de San Francisco haciendo el mundo mejor.

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