El lunes 6 de abril, el vigésimo segundo día de la cuarentena, se desató la crisis de ansiedad para Rosa Mosquera, de 35 años. Llevaba dos noches sin dormir y sin poder retener los alimentos que comía. Cuando se recostaba le venían dolores de cabeza similares a los de unos jalones. Su psiquiatra estaba fuera del país, varado por la pandemia. Y en el área de Emergencias de la clínica a la que recurrió nadie parecía comprender la emergencia de salud mental por la que ella, que tiene trastorno límite de personalidad (borderline), atravesaba. La abordaron con preguntas relacionadas a su seguro médico y demoraron más de una hora en colocarle el calmante que necesitaba.
Las pastillas recetadas para los siguientes diez días las tuvo que buscar en una farmacia aparte y le costaron más de cien soles.
Ahora, en su casa, se ha llenado de actividades para no recaer. Ha escrito frases en los espejos de su casa para sentirse mejor y anota en un diario los sentimientos que le nacen cada día. “También tengo un proyecto fotográfico”, cuenta.
Al lado de la ventana de su habitación hay un tarro repleto de colillas. “Fumar me ayuda cuando estoy ansiosa. Pero cuando lleno el vaso, me propongo ya no fumar todo el día siguiente”, dice. Rosa deja que sus pies sobresalgan por la ventana mientras da unas pitadas. “Me gusta colgarlos. Siento que estoy afuera”, explica.
Cuando termina de fumar, se dirige a su caballete y examina una pintura en la que ha estado trabajando durante toda la cuarentena. Es otro de sus proyectos.
Además, no descuida sus terapias por teléfono con una psicóloga particular.
Teleconsultas
Antes de la emergencia el Ministerio de Salud atendía a más de 200.000 personas a través de los centros de salud mental comunitarios y hospitales de referencia. Lo hacía principalmente por consulta externa. Pero, con el decreto de cuarentena, todas las citas se cancelaron.
Los pacientes psiquiátricos solo podían ir a recoger sus medicinas con sus recetas más recientes, pero no podían conversar con ningún especialista sobre sus temores: los antiguos, los nuevos. “Hubo recaídas. Así que comenzamos a hacerles seguimiento por teléfono y videollamadas”, cuenta Yuri Cutipé, director de Salud Mental del Minsa.
El psiquiatra explica que tanto el aislamiento como la amenaza ante una “catástrofe mundial” que las últimas generaciones no hemos vivido genera una pandemia paralela: la del miedo, la angustia.
“Aun continuando con el tratamiento hay un riesgo de recaída en pacientes de salud mental porque estamos ante un episodio irregular. Esto no es ni siquiera como un terremoto que pasa y uno puede responder a la emergencia. Es más como un sismo que no termina y va aumentando su intensidad”, describe.
Todavía no hay estadísticas de cuántos pacientes nuevos ha traído el coronavirus. Cutipé calcula que, en promedio, los 152 centros comunitarios que hay a nivel nacional atienden entre 2.000 y 2.500 llamadas al día.
Para atender la demanda trabajan 130 psiquiatras y algo más de 450 psicólogos. Además, continúan yendo unos 155 químicos farmacéuticos para entregar las recetas a los pacientes.
Cambio y conflicto
“Todo cambio genera un conflicto y puede ser aún mayor para quienes tenemos un problema de salud mental. El ‘teleabrazo’ no nos ayuda mucho y llega el momento en que pensamos que estamos solos”, dice Rony López, de 40 años, quien es bipolar.
El viernes 3 de abril le tocaba su evaluación con una psiquiatra de Larco Herrera, a donde acude cada dos o tres meses para que le den sus recetas. “Por la emergencia se había cancelado la cita y me preocupaba el tema de la medicina. Sin el fármaco nos desestabilizamos”, explica. “Tomar la pastilla no te quita la depresión, pero te ayuda a controlar tus pensamientos, tus emociones,a que no estalle la Tercera Guerra Mundial en tu cabeza”, agrega.
Llamó al hospital y le explicaron que no había ningún problema. Solo tenía que llevar su última receta y su identificación. Al llegar encontró una cola que avanzaba ordenadamente, aunque había muchas caras de preocupación. Delante de él iba una señora que vivía en San Juan de Miraflores. A su hijo, con parálisis cerebral y esquizofrenia, se le había acabado la dosis. Como no conciliaba el sueño, se jalaba el cabello.
“No era un paciente regular de Larco Herrera, pero la señora, que vendía salchipapas ya no podía comprar las medicinas en la farmacia y había ido a pedir ayuda. Quise abrazarla, pero tenía que respetar el metro de distancia”, recuerda. Rony lloró todo el regreso a casa. "Me sentí mal dos días”, asegura.
Por el momento no ha tenido una teleconsulta. Las líneas, dice, han estado un poco saturadas y por el momento no ha creído necesario insistir. Pero cumple de manera rigurosa una rutina que incluye dormir diez horas y hacer manualidades. Este mes está reciclando jeans y transformándolos en shorts.
Además desayuna y almuerza con sus padres y se comunica con sus amistades por teléfono o WhatsApp. “No veo televisión. No estoy tan conectado al Facebook y dosifico en qué momento tengo actividades familiares, en qué momento leo el periódico. Necesito planificar mi día para no tirarme a la cama a llorar. Felizmente no me ha pasado esto”, dice.
Coronafobia
“Era algo tan lejano... Algo de China. ¿Quién podía pensar que llegaría a Cora Cora?”, se pregunta el doctor Anderson Mamani, médico del centro de salud mental comunitario de Ayacucho. El especialista cuenta que en la zona ha habido varias recaídas en los pacientes antiguos con depresión y trastornos de ansiedad. “La mayoría son adultos mayores, quechuahablantes, con depresión. Como esta fue una zona muy afectada por el terrorismo, hay traumas que reviven cuando ven tanta presencia militar. Algunos pensaban que había vuelto el terrorismo”, dice.
Pero también ha recibido las teleconsultas de muchos nuevos casos de gente que ve con pesimismo el futuro de sus comercios. Eso se traduce en insomnio, en falta de apetito, en arranques de ira. Y no hay que perder de vista el surgimiento de la “coronafobia”, como la han bautizado en el centro de salud.
En Cora Cora hay dos pacientes que han dado positivo a las pruebas por COVID-19. En ambos casos se trata de niños. “Son pequeños y no entienden la gravedad del asunto. Entonces se aburren y se asoman a la puerta, a la ventana. Los vecinos se asustan. Llaman a la policía y los niños se trauman”, cuenta.
Los médicos han tenido que hablar con los padres para que tengan un mayor control. También con los vecinos, porque varios de ellos, producto del mismo miedo, creían tener los síntomas. "Ya le dolía la cabeza a uno, la garganta al otro. Pero no tenían nada. No es una situación fácil. Yo también tengo miedo de salir, de ir donde mi familia luego. Pero el miedo, si lo controlamos, es algo útil. Nos ayuda a ser precavidos No podemos dejar que nos impida ser solidarios”, dice Mamani.
¿Cómo pedir ayuda?
La línea 113, del Ministerio de Salud, tiene una opción para quienes necesiten apoyo psicológico o psiquiátrico. Además de eso, cada hospital o centro tiene sus propias líneas para evitar la saturación.
En el Hospital Hermilio Valdizán, en Santa Anita, le piden a los pacientes llenar primero este formulario para coordinar las citas por teléfono o videollamada.
Quienes se atienden en el Hospital Larco Herrera neesiten hablar con un especialistas sobre sus temores y angustias pueden llamar a varios celulares (el número depende del día) entre las 10 a.m. y las 6 p.m. En caso de emergencias pueden contactarse al 261-5516.
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