Editorial El Comercio

Dos distintas noticias han colocado esta semana a la vicepresidenta y ministra de Desarrollo e Inclusión Social, , en el centro de la noticia. Por un lado, un ha revelado, entre otras cosas, que ella habría cometido una infracción al seguir actuando como titular del Club Departamental Apurímac después de haberse incorporado a la función pública. Y por otro, en el Foro Económico Mundial de Davos (Suiza), ha intentado responsabilizar una vez más a la oposición de la inoperancia del Gobierno que integra.

Con respecto a lo primero, el referido informe ha puesto en evidencia que, al haber firmado 13 documentos oficiales del club en cuestión entre el 26 de agosto y el 20 de octubre del 2021, ella ha contravenido lo establecido por el artículo 126 de la Constitución, según el cual “los ministros no pueden ser gestores de intereses propios o de terceros ni ejercer actividad lucrativa, ni intervenir en la dirección o gestión de empresas ni asociaciones privadas”. Los clubes, como es obvio, son esto último.

En el informe, además, se anota que ella no consignó en sus declaraciones juradas de intereses la contratación de dos familiares suyos por el Estado, ni mencionó los datos laborales de ocho familiares que están dentro del segundo grado de afinidad con ella.

Ante esto, la vicepresidenta ha ensayado una respuesta que alude solo a la primera de las observaciones y que, en realidad, no rebate los argumentos sobre la infracción constitucional que la compromete. divulgado tres días atrás, en efecto, ella afirma que antes de asumir la cartera que hoy administra pidió licencia al mencionado club departamental y enfatiza, además, que este es una asociación civil sin fines de lucro. En este caso, sin embargo, sus pretendidas razones sencillamente no vienen a cuento: si firmó documentos como titular del club después de haber pedido licencia, esta sencillamente no se cumplió. Y, por otra parte, el hecho de que la asociación civil que, en la práctica, continuó presidiendo no tuviese fines de lucro es irrelevante en lo que a la prohibición constitucional que debió respetar concierne. Es por eso que el martes se presentaron ya contra ella en el Congreso.

En cuanto a la segunda de las noticias arriba señaladas, lo que sucedió fue que la señora Boluarte, que había acudido al Foro de Davos en representación del presidente , tomó allí la palabra para decir que desde el primer instante en que el mandatario y ella juraron “servir al pueblo” habían encontrado trabas para ello. “No nos han dejado gobernar en paz”, sentenció frente a un auditorio educadamente silencioso. Y luego, como para que no cupiesen dudas sobre la identidad de quienes presuntamente no dejaban al Gobierno cumplir con su tarea, agregó: “Hasta ahora la derecha en el país […] no quiere reconocer el triunfo legítimo del presidente Pedro Castillo”. Una excusa ya gastada para la pobre gestión del jefe del Estado en lo que, según ella, han sido solo “nueve mesecitos” en el poder.

Los dos problemas, en cualquier caso, son de naturaleza bastante diversa, pero tienen algo en común: la falta de sustento de los discursos exculpatorios modulados por la vicepresidenta en cada ocasión. A la manera de tantos otros voceros del Gobierno, en vez de proporcionar respuestas atendibles a las denuncias o críticas que la atañen, la ministra formula, en el primer caso, atenuantes que no llegan a ser tales; y en el segundo, acusa a la oposición de hacer lo que le toca (es decir, fiscalizar la acción del Ejecutivo).

Quienes la imaginan al frente del Gobierno en una hipotética situación de sucesión presidencial por vacancia o renuncia del presidente Castillo deberían tener presente esta particular forma suya de comportarse en medio de la tormenta antes de perderse en divagaciones ilusas.

Editorial de El Comercio