
De un tiempo a esta parte, una inquietante pregunta turba con insistencia la serenidad de esta pequeña columna. ¿A quién se dirige la señora Boluarte cuando, en medio de sus presentaciones públicas, se lanza con furia contra quienes señalan las deficiencias de su gobierno o la investigan? La identidad de los aludidos es clara: la prensa crítica y la fiscalía. Pero la de sus presuntos interlocutores, no. Nos explicamos: todo discurso supone alguien que escucha. Alguien que atiende a la perorata del que habla y eventualmente podría responder a ella. Todo discurso, además, postula un tipo particular de oyente: si incluye referencias cultas, da por sobreentendido que el oyente es ilustrado; si abunda en chanzas, que tiene sentido del humor…

Pues bien, con esas consideraciones en mente, volvamos a la pregunta inicial: ¿a quién le habla la presidente cuando clama en un evento oficial por los supuestos atropellos que comete contra ella el sistema de justicia o cuando ensaya sus ironías sobre el manejo económico del país por los extraterrestres? Con cierto automatismo, uno podría contestar “a los ciudadanos en general”. Después de todo, es ella quien rige sus destinos. Pero, como las encuestas revelan, solo un 3% de los peruanos la respalda y tiende a prestarle atención… ¿Se estará dirigiendo entonces a la concurrencia que tiene delante en esas actividades públicas? El sentido común nos haría pensar que sí. Pero resulta que, salvo el alcalde del Callao y los ministros que la suelen acompañar en el estrado, nadie en la sala se ríe de sus chistes o se conduele con exclamaciones de los padecimientos que alega. Y eso nos lleva a concluir, no sin alarma, que la mandataria está derramando su cháchara plañidera sobre un auditorio compuesto esencialmente por aquello que la sicología infantil denomina ‘amigos imaginarios’.
–'Waykis’ desinteresados–
Apresurémonos a aclarar que un amigo imaginario no es lo mismo que un ‘wayki’. Un ‘wayki’ nos puede regalar relojes de marca o aparatosas alhajas, pero siempre a la espera de una retribución. La suya es una amistad tocada por los intereses menudos del mundo material. Los amigos imaginarios, en cambio, están siempre dispuestos a escuchar nuestras cuitas y a brindarnos consuelo o celebrar nuestras gracias sin aguardar premio alguno en retorno. Son, de alguna manera, ‘waykis’ desinteresados.
La ventaja que esta situación plantea es que, vistas bajo esa luz, algunas de las conductas sospechosas de la señora Boluarte pierden gravedad. A lo mejor, por ejemplo, fue solo a un amigo imaginario a quien llevó en el ‘cofre’ presidencial hasta el condominio Mikonos. Quién sabe. El problema, no obstante, es que este tipo de amigos son un recurso propio de los niños durante la etapa inicial de su desarrollo y suelen desaparecer cuando ellos llegan a los siete años. El sentido de realidad empieza, en efecto, a imponer en ese punto de la vida sus condiciones y el pequeño que antes jugaba y conversaba con un camarada invisible, opta por descartar esas fantasías y establece exclusivamente vínculos con el universo tangible que lo rodea.
La presidente, sin embargo, parece seguir viendo a esos seres etéreos. A muchos de ellos, además, porque sus alocuciones suponen oyentes que llenan coliseos o se conectan con sus palabras a través de la televisión. Una millonada de amigos imaginarios que haría palidecer de envidia a Roberto Carlos. Y bien por ella, por supuesto, porque la felicidad es un estado que se define siempre a partir de criterios muy personales.
La señora llegará al 28 de julio del 2026 cercada por las denuncias fiscales y una casi unánime reprobación ciudadana, pero envuelta en un rumor de risas y aplausos que solo ella escucha.