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Renato Cisneros
Renato Cisneros

Topógrafo de los principales burdeles de la Lima de los 50 y 60, el periodista y librero Jorge Vega, el lúbrico ‘Veguita’ –fallecido en el verano del 2013–, captó desde los 15 años que el prostíbulo era varios escenarios al mismo tiempo: trastienda, club social, templo redentor, sanatorio, patio de recreo. Incluso con prescindencia del sexo, sostenía él, allí podía conocerse a mujeres inolvidables, trabar amistades indestructibles, oír conversaciones magníficas, aguaitar a personajes inesperados, cantar óperas gloriosas y tomarse, si no un whisky o una cerveza, quizá un anisado, un sol y sombra (“el mejor trago para combatir el racismo limeño, pues tiene guinda negra y pisco blanco”) o ese chilcano con rodaja de rocoto, el brutal ‘Torito’.

Se sabe que ‘Veguita’ pasó los mejores carnavales de su vida entre El Trocadero del Callao y La Nené de la avenida Colonial (hoy convertido en otra escala de peregrinación, Las Cucardas); sin embargo, el lugar donde más reyertas eróticas sostuvo fue en Huatica, el célebre barrio rojo de La Victoria, cuna de algunas de sus amantes más fogosas: La Mamita Luz Gómez, quien obligaba a sus clientes a bailar con ella antes de ir a la cama; La Mona, mujer de la que se enamoró desesperadamente el propio Julio Ramón Ribeyro; Isabel Shimabuko, la única geisha que ha existido en el Perú, mujer memoriosa, formada en danzas y literatura (“qué periodista no se prendó de ella, era una geisha culta”); y La Nanette, una puta enóloga parisina que le hablaba de cepas y barricas, con la que cantaba arias luego de hacer el amor y que atendía en la cuadra 4 de Huatica, la cuadra de las ‘extranjeras’.

No fueron sus únicos idilios, por cierto. El periodista Miguel Ángel Cárdenas –uno de los contados amigos que hace seis años despidió a ‘Veguita’ en el crematorio– tiene registro de otras ‘putidoncellas’ que formaron parte de su antología: Mabel, dueña de un prostíbulo de la calle México adonde Manuel Odría iba en compañía de todo su gabinete (“cuando llegaba el presidente, los patrulleros cercaban el burdel y nos botaban a todos”); Raquel Belaunde, prima del ex presidente, quien tenía su propio burdel; y La Negra Roxana, su amiga íntima de El Trocadero. “Me amaba como si fuera de la familia”, confesaba.

‘Veguita’ era de los parroquianos que prefería no usar preservativo: lo hacía a pelo, eludiendo el artificio del jebe, sin miedo a contraer enfermedades. “En mi época el sida no existía. Uno se moría de otras cosas. El rito terminaba cuando la chica ‘mala’ te lavaba el pene con Camay. Cualquier cosa, dos ampollas de benzetacil y listo”.

Una vez, luego de que una amiga le increpara su dedicación a las prostitutas, él devolvió la puya con distinguido sarcasmo: “Un hombre que ama la historia como yo solo puede desear a mujeres con un gran pasado”.

‘Veguita’ se preciaba de tener no una rutina, sino una ‘putina’, y repetía que las mujeres buenas no le interesaban porque su criterio de lo moral “no coincidía con la realidad”. Las prostitutas constituían su adoración porque sintonizaban con su alma solitaria, un tanto torturada, acaso misógina; eso sí, una vez que notaba que ellas perdían la alegría, es decir, la juventud, no volvía a visitarlas más.
Él nunca la perdió. Era un septuagenario de 20 años. Perdió, sí, un ojo, producto del cáncer ocular que, sumado al Parkinson que lo aquejaba, le quitó la vida de un zarpazo. Pero inclusive cuando caminaba por el Centro de noche con su parche (“soy el único pirata que vende libros originales”), el gran ‘Veguita’ no dejaba de sonreírles a las muchachas que le hacían recordar a las viejas aliadas sexuales que tanto quiso y defendió.

Quizá por eso adelantó un epitafio pensando en ellas, sus verdaderas viudas: “Aquí yace este cuerpo que se comerán los gusanos, porque fue lo único que dejaron las polillas”. //

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