El papa Francisco al  interior de la basílica de San Pedro con jóvenes creyentes. En la base de Las Palmas, en el Perú, fue a verlo casi un millón y medio de personas. [Foto: AP]
El papa Francisco al interior de la basílica de San Pedro con jóvenes creyentes. En la base de Las Palmas, en el Perú, fue a verlo casi un millón y medio de personas. [Foto: AP]
Jorge Paredes Laos

Tres escenas contemporáneas. En enero, cerca de un millón y medio de fieles católicos se reunieron en la base aérea de Las Palmas para asistir a la misa del papa Francisco, durante su visita al Perú, en un acto apoteósico pocas veces visto en nuestro país. En agosto pasado más de dos millones de musulmanes, vestidos de absoluto blanco, peregrinaron desde todo el mundo hacia La Meca, en Arabia Saudita. No les importaron ni el sol abrasador ni la candente coyuntura de Medio Oriente. Y, en estos días, miles de personas se alistan para participar en la procesión del Señor de los Milagros, una de las más multitudinarias del mundo, solo comparable con la peregrinación a la basílica de la Virgen de Guadalupe, en México; o con la procesión del Cristo Yacente, en Guatemala; o del Nazareno Negro, en Filipinas. Estos actos —con sus particularidades y diferencias— pueden ser interpretados como grandes manifestaciones de fe, como expresiones de religiosidad en un mundo cada vez más agnóstico y dominado por la ciencia y la tecnología.

Hace más de un siglo, un filósofo anunció la muerte de Dios y, desde Galileo, la ciencia se ha enfrentado a las preguntas clásicas que sustentaban las religiones en el mundo: los misterios del origen de la vida, las leyes que mueven el universo y el conocimiento del cuerpo y la naturaleza humana hasta límites insospechados, tanto que hoy se habla ya de luchar contra la muerte. Sí, contra esa condición de finitud y vulnerabilidad que ha sido el motor de toda religión, y que ha llevado al ser humano a buscar consuelo en algo superior o sobrenatural.

Aunque el número de agnósticos o ateos crece en el mundo —en el Perú el número de quienes no profesan ningún credo se duplicó en diez años (ver recuadro)—, también es cierto que ni Dios ni la religión han desaparecido. Es más, hoy, en esta segunda década del siglo XXI, el 85 % de la población mundial abraza alguna creencia religiosa. Esto ha llevado a varios investigadores a preguntarse por qué este sentimiento persiste en el ser humano y por qué se ha manifestado en todas las culturas a lo largo de la historia. No parece ser casualidad que, mucho antes de que apareciera la política o la democracia, los regímenes teocráticos hayan imperado, amparados en los mitos, la magia y lo inexplicable.

¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? Como sugiere el biólogo Diego Golombek, autor de Las neuronas de Dios: o el creador hizo nuestros cerebros de tal manera que nos es imprescindible creer en él, o la evolución condujo de tal manera el cableado de nuestras neuronas que nos llevó a producir la creencia en lo insondable como algo vital para el desarrollo de la experiencia humana.

Golombek sospecha que en la época de las cavernas ser racional no debió haber servido de mucho. Si alguien escuchaba un ruido detrás de la hierba, tenía dos opciones: o creía racionalmente que era solo el viento, o pensaba mágicamente en algo sobrenatural. El primero se quedaba tranquilo, el segundo huía. Si se trataba de un tigre, ya sabemos quién habría sobrevivido.

La procesión del Señor de los Milagros podrá ser seguida con el aplicativo SDML, que permitirá a los fieles conocer dónde está la imagen en tiempo real. El mismo enviará noticias y alertas, y puede ser descargado en Apple Store y Play Store. [Foto: Alonso Chero/Archivo]
La procesión del Señor de los Milagros podrá ser seguida con el aplicativo SDML, que permitirá a los fieles conocer dónde está la imagen en tiempo real. El mismo enviará noticias y alertas, y puede ser descargado en Apple Store y Play Store. [Foto: Alonso Chero/Archivo]

                                                    * * *
Para el sacerdote jesuita Edwin Vásquez Ghersi, la fe es ante todo una necesidad humana. “Antes que dar una respuesta teológica, creo que se trata más de una explicación antropológica, y tiene que ver con lo que somos los seres humanos”, explica. “Existe en todos nosotros una necesidad de trascendencia. Para algunos, esta es inmanente: pienso, por ejemplo, en un integrante de Médicos Sin Fronteras que arriesga su vida en una zona de guerra por un acto de solidaridad; y para otros es trascendente, pues la realización se produce a través de la búsqueda de lo divino. Para ambos se trata de un ideal”.

En su opinión lo religioso se expresa de diversas formas en la sociedad contemporánea. De esto pueden dar fe las más de 10 mil iglesias, sectas y religiones existentes en el mundo, algunas tan radicales como ciertas facciones del islam o iglesias pentecostales con pastores que aseguran recibir mensajes de Dios, o que intentan regresar la vida cotidiana a la época de la Biblia.

“Existe un sector de la población para el cual la religión no significa nada —dice el padre jesuita—, incluso algunos la pueden ver como algo aberrante porque les parece que es un retraso para el progreso humano. Pero, para un amplio grupo de la sociedad, el sentimiento religioso todavía es relevante, incluso central en su vida. Desde aquellos que se detienen a rezar unos segundos en un parque frente a la imagen de algún santo, hasta quienes en el silencio de su corazón recurren a este sentimiento para encontrar una salida a sus problemas cotidianos. Para ellos la fe está vinculada a esa experiencia humana de finitud y de vulnerabilidad ante la existencia”.

Para este sacerdote, que trabaja en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, mucha gente prefiere vivir su fe de manera privada. “Creen en Dios, creen en Cristo, aceptan algunas verdades de la Iglesia, pero como en un shopping solo compran lo que les conviene, lo que les hace falta o necesitan. Yo no los critico, porque tal vez como Iglesia católica no estamos satisfaciendo las necesidades de estas personas. Por eso el papa ha pedido que estemos más cerca de la gente”.

                                                 * * *
Pero volvamos a lo que dicen neurólogos y científicos. No son pocos los investigadores que han tratado de explicar científicamente la religión. La verdad es que, conforme han avanzado los estudios sobre el cerebro, se ha empezado a dilucidar la naturaleza neurológica de los sentimientos, entre ellos los de la religiosidad. En estas dos últimas décadas han aparecido diversos estudios y publicaciones que nos hablan de cómo a partir de la estimulación de ciertas conexiones cerebrales se puede llegar al éxtasis místico o al encuentro con lo divino.

Existe, por ejemplo, una disciplina llamada neuroteología, que toma una palabra usada ya por Aldous Huxley en su novela La isla para explicar las bases neurofisiológicas de eso que conocemos como espiritualidad.

Uno de los estudios pioneros en este campo lo desarrollaron los investigadores estadounidenses Andrew Newberg, de la Universidad de Pensilvania, y el psiquiatra y antropólogo Eugene d'Aquili, quienes, allá por el 2001, hallaron que el impulso religioso tenía sus raíces en la biología cerebral humana. Su libro Por qué Dios no se va parte de una serie de estudios de imágenes cerebrales de un grupo de monjes budistas en estado de meditación y de monjas franciscanas durante el rezo. Lo que se descubría era cómo la contemplación espiritual provocaba una alteración en la actividad cerebral que llevaba a percibir estas experiencias como “reales y tangibles”, como si “Dios estuviera conectado directamente en el cerebro humano”.

Dos años después, Francisco J. Rubia, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, fue más allá y publicó el libro La conexión divina. La experiencia mística y la neurobiología. Ahí explicaba cuáles eran las áreas neurológicas responsables de las ideas místicas, de los estados de éxtasis o de ilusiones como el déjà vu. Todo al parecer estaba en la base del sistema límbico, en el hipotálamo y en el sistema nervioso autónomo. Es decir, si algunas zonas de estas regiones cerebrales eran estimuladas correctamente, se podían producir alucinaciones o incluso oír voces que algunos creyentes podían atribuir a Dios.

Uno de estos últimos cruzados en búsqueda del santo Grial en el cerebro es el ya citado biólogo argentino Diego Golombek, quien en Las neuronas de Dios explica cómo ciertos cambios en la actividad eléctrica del lóbulo temporal —como se produce en los casos de epilepsia— pueden dar como resultado no solo visiones místicas, sino también actividades espirituales como rezos, mantras o danzas rituales. No es casual —nos revela— que Juana de Arco, san Pablo, Sócrates y Mahoma padecieran epilepsia, enfermedad que en la antigüedad estaba asociada con lo divino, pues permitía ingresar en estados alucinatorios.

El caso más sorprendente es el de Ellen White, la fundadora del Movimiento Adventista del Séptimo Día. A los nueve años, ella se golpeó la nariz y el cerebro, y quedó en estado casi vegetativo durante dos semanas. Cuando despertó empezó a experimentar visiones místicas. Percibía halos de luz y olores a flores. Sus seguidores —más de 18 millones en la actualidad— niegan que sus revelaciones estén relacionadas con el accidente, pero Golombek deja entrever la posibilidad de que las puertas del paraíso le fueron abiertas debido a su lesión cerebral.

Pero no solo de neuronas vive el hombre. También de sus conexiones. Y, como dice el científico argentino, si hay química del amor, sin duda debe haber una de la religión, y ahí la dopamina y serotonina tienen mucho que decir. Estas sustanciadas equilibran las sensaciones de angustia y estrés. Y, si uno de los efectos de la religión es dar tranquilidad a los creyentes, entonces esta funciona como un ansiolítico en sus cerebros. Al parecer, la serotonina aumenta en intensas jornadas de cantos, oraciones y rezos, como sucede durante el góspel o en las misas carismáticas.

El casco de Dios: con este dispositivo, el neurólogo Michael Persinger realizó una serie de experimentos con sus pacientes.  
 La mayoría de los que se sometieron a las pruebas anunciaron haber tenido sensaciones de éxtasis, de haber visto familiares muertos o seres sobrenaturales como ángeles.
El casco de Dios: con este dispositivo, el neurólogo Michael Persinger realizó una serie de experimentos con sus pacientes. La mayoría de los que se sometieron a las pruebas anunciaron haber tenido sensaciones de éxtasis, de haber visto familiares muertos o seres sobrenaturales como ángeles.

                                                       * * *
Quizá el invento más audaz para contactar lo divino haya sido el llamado Casco de Dios. Su creador, el neurólogo Michael Persinger, diseñó este artilugio a partir de un simple casco de motociclista para estimular el lóbulo temporal del cerebro con un campo magnético de baja frecuencia y así provocar en las personas “experiencias religiosas” (ver despiece superior).

En realidad, los estudios iniciales de Persinger no estuvieron orientados a hallar a Dios en la mente, sino a ver cómo podía estimular la creatividad en sus pacientes y a estudiar un trastorno vinculado a la interferencia del hemisferio derecho del cerebro en el izquierdo. En términos sencillos, se puede decir que ambos hemisferios cumplen diversas funciones, pero siempre el derecho está subordinado al izquierdo. Sin embargo, cuando ocurre lo contrario, por alguna razón, el lenguaje generado en el hemisferio izquierdo puede ser interpretado por el derecho como una voz que viene de afuera, como algo sobrenatural. O incluso la persona puede experimentar visiones que podría asociar con espíritus o seres celestiales. ¿Será esto lo que han sentido a lo largo de la historia profetas y místicos?

Este dispositivo no fue muy bien recibido por la comunidad científica, pues muchos no alcanzaban eso que podía llamarse éxtasis. Y aunque algunos pacientes aseguraban haber tenido visiones y haber reconocido presencias extrañas, fueron muy pocos los que, en realidad, dijeron haber sentido a Dios. Es ya célebre la anécdota del científico ateo Richard Dawkins, quien después de pasar esta prueba, dio una respuesta breve pero contundente: “Solo sentí mareos”.

Más allá de estos experimentos, lo religioso vive desde épocas ancestrales en nosotros y, al parecer, no está en un solo lugar, en un gen o una neurona. Después de todo, Dios está en todas partes.

HALLAZGOS

¿Qué dicen los genes?

Los genetistas también han intentado explicar la experiencia religiosa. En el 2007 apareció El gen de Dios, un libro del microbiólogo estadounidense Dean Hamer que causó revuelo porque, justamente, trataba de demostrar por qué ciertas personas eran más propensas a abrazar alguna religión que otras, o a experimentar eso que él llamó self transcendence. Hamer entrevistó a dos millares de voluntarios y luego analizó sus muestras de ADN, y descubrió que quienes afirmaban ser creyentes presentaban con más frecuencia una variante del gen VMAT2. A esto el autor llamó con cierto sensacionalismo “el gen divino”, “el responsable de la fe”.

El peruano Víctor García-Belaunde publicó el año pasado La genética de Dios, en el que no busca conexiones con la religión, sino más bien reflexiona sobre cómo el ser humano puede manipular su propia naturaleza. Él no cree que existan genes vinculados a lo religioso, pero sí está convencido de que esto tiene que ver con la evolución, y que lo religioso persiste a pesar de que existan ya generaciones ateas como en Islandia.

¿Religión versus ciencia?
El pensamiento religioso ha sido algo común a todas las culturas desde épocas antiguas. Para el padre jesuita Edwin Vásquez, “solo en los últimos 150 años la sociedad ha comenzado a pensarse a sí misma sin el elemento religioso, a partir de los avances científicos que dieron origen a lo secular”. Según él, desde el Concilio Vaticano II, fe y ciencia no son incompatibles, sino discursos que se producen en distintos niveles. “Así como hay un lenguaje poético, también hay uno religioso que no es incompatible con el científico”, aclara. “Esto viene de las investigaciones bíblicas, cuando se evidencia la existencia de géneros literarios. Entonces se puede decir que el mundo no fue creado en seis días, eso es una metáfora”, detalla.

Contenido sugerido

Contenido GEC