A pesar de las distracciones políticas, los resultados de la Evaluación Censal de Estudiantes del 2018 –conocidos en abril– llaman la atención por mostrar que solo el 37,8% de los alumnos de segundo grado de primaria entienden cabalmente lo que leen, y que apenas un 14,7% de ellos son capaces de resolver operaciones matemáticas simples. El peor nivel de aprovechamiento en los últimos cuatro años.
En paralelo, el Minedu viene impulsando mesas de diálogo sobre cómo resolver estos problemas. Es un esfuerzo encomiable que, considero, tendría que tomar en cuenta dos variables: la cobertura y la calidad. Es decir, no solo ofrecer el servicio, también que sea capaz de ofrecer los estándares suficientes para lograr los aprendizajes esperados. Y que no estamos logrando al día de hoy.
Lograr cobertura de la educación en el Perú implica conseguir recursos para proveer el servicio eficientemente. Tradicionalmente, el Estado ha venido subsidiando la oferta educativa, es decir: construye escuelas, contrata a docentes y gerencia los recursos humanos. Este esfuerzo es insuficiente. No alcanzamos el número de escuelas necesario, y las que tenemos muestran condiciones deplorables, muchas de ellas sin lo elemental como ventanas o una mano de pintura. Se afronta también carencia de personal. Todo ello evidencia un problema de gestión en la oferta estatal. Y que la presencia de la inversión privada en el sector puede aliviar.
Esta es una alternativa que recoge la Constitución, y que el Estado, dados sus débiles recursos, puede impulsar para mejorar su eficiencia. Desde la apertura a la inversión privada en la educación, hemos visto un cambio social que ha permitido un acceso más amplio a la educación primaria (99,5%) y secundaria (85%). En la educación superior la cobertura logró, al 2016, un 35,8% de atención a la población entre 18 y 25 años y dentro de ella la universidad llega al 21,5%, muy por debajo de las tasas de Chile (47,9%, 2014, INE) o de países como Corea (50,7%). Estas tasas, en un país de población joven, demandan ingentes recursos del Estado que ahora no tiene. Aun cuando estamos accediendo a mayor cobertura, el problema del mantenimiento y precariedad de la oferta se mantiene.
La variable de la calidad se agrava cuando evaluamos la oferta docente. Un excelente docente en un aula deteriorada tendrá problemas, pero sus alumnos podrían aprender. Sin embargo, un mal docente, incluso con la mejor aula y equipamiento, no logrará nada. A ello se suma la calidad del proceso de aprendizaje compuesto por metodologías y contenidos donde la “educación por competencias” puede ser una traba más que un avance. Se ha dejado la educación por saberes que priorizan el contenido, estandarizándola hacia el ‘saber hacer’, que prioriza la funcionalidad del conocimiento; aspiración válida pero que complejiza el proceso para un docente con serias deficiencias.
Las mejoras en los procesos de aprendizaje llegarán cuando las dos variables en cuestión estén igualmente cubiertas y en equilibrio. Sabemos, desde nuestra experiencia, que podemos tener profesionales capacitados, pero si el clima organizacional no es bueno, esos profesionales no producirán buenos resultados. Docentes que se sienten maltratados y los seguidores de posiciones anti-Estado, constituirán el primer problema a resolver, algo que se agrava en la educación pública ya que el privado posee herramientas de selección y gestión que no posee el funcionario público, como lo prueba el hecho de que un director de colegio estatal no está empoderado siquiera para sancionar la impuntualidad de sus docentes.
La agenda inmediata tendría que considerar la cobertura, pero, sobre todo, la calidad de su oferta, si quiere remontar resultados como los que estamos afrontando. Para ello tenemos que romper con la ideología tradicional imperante en el sector, que subestima la iniciativa privada y persiste en una utopía deseada por todos nosotros, pero con planteamientos inviables.