Editorial El Comercio

José Luis Aguilar Yucra tenía 20 años, un hijo pequeño y un empleo en el sector de la construcción. El 15 de diciembre, mientras regresaba del trabajo a su casa, optó por unirse a las movilizaciones que tenían lugar esa tarde en Ayacucho. La decisión le costó la vida. Ese mismo día y en la misma ciudad, Jhon Henry Mendoza Huarancca, de 34 años y directivo de una empresa de transporte, se dirigía al domicilio de uno de sus socios cuando se vio atrapado en un barullo de disparos en las inmediaciones del aeropuerto Alfredo Mendívil Duarte, que un grupo de vándalos horas antes. Murió cuando intentaba protegerse en una cuneta.

Edgar Jorge Huarancca Choquehuanca tenía 22 años y se desempeñaba como ayudante de cocina. El 9 de enero recibió dos disparos que acabaron con su vida en Juliaca. Poco después, Heliot Cristhian Arizaca Luque, de 18 años, y su familia divisaron un helicóptero que sobrevolaba muy cerca del suelo en las inmediaciones del aeropuerto Inca Manco Cápac –que también había sido objetivo del ataque de un grupo de violentos ese día–. Se tiraron al suelo para evitar las bombas lacrimógenas, pero Heliot fue alcanzado por una bala que lo terminó matando.

Estos nombres forman parten de la lista de 57 personas que, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dado a conocer esta semana, fallecieron durante las protestas desatadas en nuestro país tras el de del 7 de diciembre pasado. Pero, además, comparten otra característica: todos ellos murieron a causa de disparos en la cabeza o el cuello, zonas del cuerpo que sugieren un de la fuerza por parte de los efectivos encargados de la contención de las movilizaciones. Y lo mismo cabría decir de aquellos otros fallecidos por proyectiles que los impactaron por la espalda, de aquellos que murieron sin haber tomado parte de las protestas o de quienes fueron alcanzados por las balas mientras se encontraban auxiliando a los heridos, y que han sido también documentados por el organismo internacional.

Lo que corresponde ahora, por supuesto, es que el Ministerio Público investigue cada una de estas muertes (incluyendo las del suboficial y las de los cuatro fallecidos por culpa de los bloqueos ilegales; entre ellos, dos bebes) y que el Poder Judicial determine las responsabilidades detrás de estas. No solo por una cuestión de justicia –con las víctimas y con sus familiares–, sino también porque los peruanos tenemos el derecho a conocer la verdad y las autoridades, el deber de tomar las medidas necesarias para evitar que hechos así puedan repetirse.

De igual manera, es necesario que se determinen las responsabilidades por los 912 heridos –580 de ellos, efectivos de las fuerzas de seguridad–, así como también por los numerosos ataques a las sedes del Ministerio Público y del Poder Judicial, por los asaltos a comisarías y aeropuertos, y por el reguero de destrucción de propiedad pública y privada que dejaron las manifestaciones y que no deben quedar impunes.

En ese esfuerzo, no ayudan las reacciones de quienes, por un lado, han intentado minimizar los indicios recabados por la comisión ni de quienes, por el otro, se han aventurado a extraer conclusiones antes de que lo hagan las autoridades competentes.

Ciertamente, hay varios extractos del informe de la CIDH que son cuestionables (particularmente en lo que respecta a su crítica al modelo económico, que nada tiene que ver con el objeto de su investigación), pero es innegable que su contenido representa un insumo que las autoridades peruanas deben tomar en cuenta en su obligación de dar con los responsables de las muertes, heridos y la violencia en general que el país vivió entre diciembre y enero pasados. Solo sabiendo la verdad podremos hacer algo para evitar que estos hechos vuelvan a ocurrir.

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