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Día de la Canción Criolla: “El rey del vals” y cómo este ritmo de palacios europeos influyó en nuestra música
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Cuando Johann Strauss nació, el 25 de octubre de 1825, su padre ya era un músico reconocido. En la palaciega Viena de inicios del siglo XIX, Strauss padre era director musical de la corte austrohúngara y con su orquesta pronto empezaría a recorrer diversas ciudades europeas, interpretando marchas, valses y polcas en una vida ciertamente frenética. Quizás por eso, nunca quiso que su hijo mayor fuera músico. Se dice que este, a escondidas y con la ayuda de su madre, mantuvo en secreto su afición musical hasta que su padre abandonó la casa familiar en 1842 para irse a vivir con una amante.

Así, a pesar de los temores del padre, tanto Johann como sus hermanos menores Josef y Eduard se hicieron músicos y desarrollaron carreras como compositores, directores e intérpretes. Johann incluso competiría con su propio padre en orquestas distintas de Viena. Sus simpatías políticas también serían opuestas: mientras Strauss padre se dedicó a componer homenajes para las autoridades militares imperiales (su obra más famosa es la “Marcha Radetzky” en honor a un mariscal austriaco), Strauss hijo lo hizo para los obreros y estudiantes de las barricadas que protagonizaron la revolución de 1848.
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Nace una estrella
Se cree que la palabra vals proviene de la voz alemana walzer, que significa rodar o girar, y se caracteriza por sus compases acelerados (baile de triple tiempo). Su origen se remonta al antiguo ländler, un baile campesino de los Alpes realizado en parejas, cuya popularidad fue extendiéndose por el resto de Europa entre las nuevas sociedades burguesas. Un ritmo que en las cortes del siglo XVIII era considerado ‘vulgar’ por sus continuos giros y por la cercanía de los cuerpos de los danzantes.
Sin embargo, el talento de músicos como Johann Strauss hijo hizo que este género pasara a los salones vieneses con composiciones a la vez refinadas y festivas que se convertirían en símbolos sonoros de la modernidad. El “Danubio azul”, la obra cumbre de Strauss hijo, fue compuesta en 1866 como una pieza coral y estrenada al año siguiente. Aunque al inicio su recepción no fue la esperada, pronto se convirtió en el himno que hoy todos conocemos. La fama de Strauss hijo superó largamente a la de su padre, y sus giras por Alemania, Francia, Inglaterra, Rusia y Estados Unidos fueron apoteósicas. Se cuenta que, en 1872, con la ayuda de directores asistentes, llegó a dirigir en Boston una orquesta de mil músicos y un coro de veinte mil voces.
¿Cuánto de lo compuesto y difundido por el músico vienés influyó en nuestro querido vals criollo?
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Salones y pianos
Según refiere el musicólogo Eric Koechlin Febres, autor del libro Jarana en la Ciudad de los Reyes (Fondo Editorial del Congreso), el vals vienés se empezó a escuchar entre las clases altas urbanas luego de la independencia, como parte de esa búsqueda de modernidad, acentuada entre 1840 y 1870, durante el auge económico derivado de la exportación guanera. En este periodo se abrieron en Lima salones con piano, teatros y sociedades filarmónicas. “El vals llega como consecuencia de la globalización y de las modas que se estaban importando desde Europa —dice Koechlin— en una época en que se imprimían las partituras y se traían a través de los barcos de vapor”.
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JARANA EN LA CIUDAD DE LOS REYES
Eric Koechlin Febres
EDITORIAL: Fondo Editorial del Congreso
PÁGINAS: 257
De esta manera, los conciertos comenzaron a cobrar notoriedad en Lima. En La ciudad cantada (Cedet), el investigador Daniel Mathews destaca las presentaciones del alemán Enrique Herz, en agosto de 1850, quien ofreció ocho presentaciones en nuestra capital, las cuatro últimas en el Teatro Principal. Entonces, los limeños no solo disfrutaron del nuevo ritmo, sino también descubrieron la música de un instrumento casi desconocido entre nosotros: el piano.

LA CIUDAD CANTADA
Daniel Mathews
EDITORIAL: Cedet
PÁGINAS: 243
Pero ya desde esas épocas el vals fue adquiriendo aquí características únicas. Mathews cita el testimonio de un viajero francés como De Sartiges, quien por esos años pasó por Lima y quiso “valsar” a la alemana, pero ninguna acompañante pudo seguirle los pasos: “Una señora más valerosa que las demás se decidió a servirme de pareja y empezamos. No habíamos recorrido la mitad del salón cuando mi compañera se detuvo de improviso y se sentó en una silla riendo a carcajadas. Los espectadores hicieron coro y yo con ellos de buena gana. Su vals es muy lento, con muchos contoneos y está enriquecido con toda clase de movimientos de los brazos y de los hombros”.
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Fervor popular

Con la llegada del siglo XX, Lima cambió. “Se crearon industrias, aparecieron los obreros y comenzó la migración, a eso ayudó mucho el ferrocarril del centro que tenía dos estaciones, una en Desamparados y otra en el Cuartel Primero, en Monserrate, donde empezó a llegar gente del centro del país”, cuenta Mathews.
Esta conjunción haría florecer un nuevo género musical. “A través de las décadas el vals se va a diseminar a los barrios populares —complementa Koechlin—, principalmente a Barrios Altos, La Victoria y El Rímac, que ya para entonces tenían población mestiza, afroperuana, criolla e indígena, pero en estos lugares no había necesariamente un piano o un arpa, sino lo que se tenía a la mano era una guitarra y un cajón”.
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Entonces, el viejo vals vienés deviene en el género criollo. “Si bien se mantiene los tres cuartos, el tundete, el vals criollo va agarrando más ritmo por la influencia de lo africano, pero también de lo indígena y ambas influencias se disuelven en lo popular”, destaca Mathews.
“Yo creo que la influencia del vals vienés se siente principalmente en la melodía —comenta Koechlin—, en el ritmo ternario, porque si bien es cierto lo criollo es un género popular también es una música refinada melódicamente y poéticamente hablando”.
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El mejor ejemplo de ello son los compositores de la llamada Guardia Vieja que surgieron desde fines del siglo XIX hasta las dos primeras décadas del siglo XX. El más emblemático de todos fue Felipe Pinglo Alva, con valses ya icónicos como “El Plebeyo”, “El canillita”, “El huerto de mi amada” o “La oración del labriego”, pero también destacan otros como Abelardo Gamarra, los hermanos Rosa Mercedes y Alejandro Ayarza, Alberto Condemarín, Máximo Bravo, Braulio Sancho Dávila, Filomeno Ormeño, Pedro Bocanegra o el dúo Montes y Manrique que, en 1911, produjo varios discos para la Columbia Records de Nueva York.
La llegada de la radio al país en 1925 traería un cambio significativo en la difusión del vals criollo que pronto pasó de las fiestas y jaranas familiares y barriales a captar cada vez mayores audiencias en una ciudad en permanente crecimiento y transformación. A esto contribuyó también la masificación de la industria fonográfica y de las disqueras. Esta historia fue coronada en 1944 cuando el presidente Manuel Prado instauró el Día de la Canción Criolla cada 31 de octubre. Como refiere Eric Koechlin, en su libro, esta fecha se eligió por ser “fin de quincena” y día de pago para empleados y obreros, y por tener un feriado al día siguiente, el 1 de noviembre, por lo que se podía descansar después de la jarana. La efeméride fue instaurada también a propuesta de un reportero gráfico de este Diario, el periodista Juan Manuel Carrera, quien era presidente del Centro Musical Carlos A. Saco, un legendario bastión del criollismo.
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