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Qué puede en el límite uno conceder: la crítica de José Carlos Yrigoyen
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Qué puede en el límite uno conceder: la crítica de José Carlos Yrigoyen

Qué puede en el límite uno conceder: la crítica de José Carlos Yrigoyen

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Hay muchas maneras en las que un escritor puede decidir matarse. Una de ellas es el suicidio. Como sabemos, el tema de cómo los narradores, dramaturgos y poetas enfrentan la tentación de autoeliminarse ha suscitado montones de libros, entre ficciones, aproximaciones líricas y ensayos. Quizá una de las más importantes reflexiones al respecto sea “El dios salvaje” de Al Alvarez, crítico literario que desentrañó con mucha empatía y agudeza las causas y entretelones del suicidio de su buena amiga Sylvia Plath, además de meditar sin pudores ni eufemismos acerca de su intento de liquidarse por mano propia cuando, en medio de su juventud, los motivos para continuar su andadura vital le parecieron de pronto vacuos e inconsistentes.

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En nuestra realidad, la fascinación por este asunto ha generado algunos proyectos llamativos, como “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, antología de poetas suicidas a cargo de Luis La Hoz. A este título se une , ensayo de . Valenzuela confiesa en el prólogo que compuso estas páginas en momentos de zozobra y desvalimiento que le hicieron preguntarse cómo asumen los escritores la posibilidad de poner en marcha los mecanismos de la muerte voluntaria y cómo esa pulsión se ha transparentado en sus historias y poemas. El resultado es un texto en apariencia fragmentado; luego de una lectura atenta van brotando inesperadas asociaciones entre casos y circunstancias que desbrozan las ideas centrales de un libro cuyo núcleo es el deceso de Arguedas -nuestro suicida literario más ilustre-, que sirve para exponernos su singular perspectiva sobre el trance de ser un creador que se destruye a sí mismo.

Porque los mejores hallazgos de “Islas perdidas” son aquellos donde Arguedas funciona como pivote para desarrollar los destinos y motivaciones de otros escritores suicidas: un ejemplo preclaro es cuando lo relaciona con Akutagawa. El nipón, ya convencido de llevar a cabo su muerte, comienza a sentir una comunión inédita con la naturaleza que le rodea, como ocurrió con el novelista de “Los ríos profundos”, quien apuntó en sus postreros diarios las exaltaciones que experimentaba con los grandes y frondosos árboles que encontraba en su camino.

Sin embargo, hay otros fragmentos que por sí solos sostienen las aseveraciones e incertidumbres de Valenzuela. Pienso en aquel sobre Alejandra Pizarnik, retratada como un ser que tiene miedo de lo que es y representa, que no puede dejar de odiarse, hasta que aprovecha un breve permiso en el sanatorio donde está recluida para embutirse un frasco de tranquilizantes. O el que relata las desgracias de Emilio Salgari, esquilmado por sus editores, al final atravesado por una espada en una versión idiosincrásica del seppuku japonés. O ese acerca del vulnerable John Berryman, que se arrojó del congelado puente de Minneapolis, incapaz de sobrellevar el suicidio de su padre, pese a la ingente cantidad de alcohol y drogas que consumió para resistir el día a día. “Islas perdidas” es un minucioso muestrario de hombres y mujeres brillantes que no soportaron la perspectiva de vivir como mortales. Dieron un paso adelante para librarse de esa tosca condición. Lo consiguieron: su luz, trágica, no es de este mundo. Ni de ninguno que conozcamos todavía.

Jorge Valenzuela. Islas perdidas.

Alastor, 2025. 142 pp.

Relación con el autor: conocidos.

Valoración: 3,5 estrellas de 5 posibles. 

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