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¿Qué elegimos el 2026?
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Estamos a menos de un año de las elecciones y según las encuestas recientes muchos aún no saben por quién votar, y no es sorpresa porque siempre decidimos en los últimos meses. Estamos acostumbrados a escuchar a los candidatos y sus posturas sobre los temas que más nos interesan. Algunos esperan escuchar la posición ideológica contenida en sus planes de gobierno. Pero uno se pregunta si vamos a ver en estas elecciones una división tradicional entre partidos de izquierda y derecha. Si revisamos los 48 partidos que postulan a la elección parece que este no será el caso. Solo 11 se definen de izquierda y siete de derecha, y hay otros siete que se definen de centro, pero hay 23 que no tienen definición ideológica. Algunos pensarán que conforme nos acerquemos a las elecciones se definirán. Pero cuando la encuestadora Datum pregunta: ¿cuál es el aspecto más relevante para escoger al próximo presidente? Solo el 39% dice que son sus propuestas.
Muchos pensamos que el país cambió en el 2016, volviéndose más notorio desde la elección de Pedro Castillo en el 2021. Desde entonces, la división entre izquierda y derecha se ha desvanecido y pasado a segundo plano. ¿Quién piensa que Castillo es de izquierda o que Keiko es de derecha? Ha emergido una nueva división que se hace presente todos los días entre un modelo patrimonialista que busca copar puestos de poder para servir sus propios intereses, y otro, que aún cree en la democracia y en el bien común como guías del servicio público. Uno nos lleva al Estado fallido y el otro al moderno. Aunque nuestros políticos se esconden en posturas de izquierda y derecha, en realidad sus motivaciones para acceder al puesto público son muy distintas y me temo que ese modelo patrimonialista ha venido ganando posiciones y podría consolidarse en las próximas elecciones.
Ejemplos de ese modelo es el avance de la minería ilegal que se expande a costa de las restricciones impuestas a la minería responsable o la pérdida del monopolio en el uso de la fuerza por parte de la policía frente a unos cuantos grupos de extorsionadores. Otro ejemplo es el desmantelamiento de nuestras instituciones, como las educativas, que son el principal instrumento para sacar de la pobreza a nuestros jóvenes, inculcarles los principios de un modelo democrático y dotarlos de las capacidades para adaptarse a las nuevas tecnologías. También está el sometimiento de la justicia al poder político como lo estamos viendo cuando dos grupos se disputan el control del Ministerio Público, perdiendo lo más preciado de una democracia, la igualdad ante la ley.
Finalmente, está la dilución de nuestra Constitución, ancla de nuestra democracia y que contiene los principios mínimos que debemos de respetar. A los economistas nos sorprende cómo un TC, que debe respetar la Constitución, reinterpreta los artículos que son la base de nuestra estabilidad fiscal y macroeconómica, y sirve para que estos grupos aumenten sus salarios y distribuyan las exoneraciones tributarias como prebendas políticas. Pero va más allá, solo hay que ver el gran número de arbitrajes que pierde el Estado en sus propios contratos, en una Constitución que contiene el famoso contrato ley y que representa lo que en el mundo anglosajón se conoce como ‘the rule of law’. Si bien Castillo no pudo cambiar la Constitución, poco está quedando de ella. Lo preocupante es que esta confrontación entre estos dos modelos no solo ocurre en nuestro país, está ocurriendo en muchos otros.
Puesto de esta manera, las siguientes elecciones tienen un mayor significado y quizás deberíamos de revisar con más cuidado las propuestas. Tenemos la virtud como país que en varias oportunidades hemos visto el precipicio y hemos sabido dar la vuelta y reconstruir nuestro país. También, nuestra Constitución contiene los elementos centrales que definen un Estado democrático, una economía social de mercado y el respeto a la división de poderes.
Nuestro reto va más allá y es cómo creamos un Estado y una economía que nos logre unir como Nación e integrar como país. Hemos logrado con nuestra Constitución la prosperidad económica, la estabilidad jurídica y abatir la pobreza, pero no hemos logrado integrar a nuestro país ni generar empleo digno para muchos jóvenes –nuestro activo más preciado y que hoy migran en desesperación–. No se trata de seguir agudizando las contradicciones como plantearían los marxistas; en cambio, debemos buscar la conciliación entre nosotros.
La base de esa reconciliación radica en la eficiencia de nuestro propio Estado, en orientar el gasto al bienestar del ciudadano y en hacer que el Estado esté al servicio de sus ciudadanos y no que unos cuantos servidores públicos se sirvan de este para lograr su propio enriquecimiento.