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A Héctor López Martínez
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Escribir esta nota en memoria de Héctor López Martínez —quien durante décadas encarnó la memoria viva de El Comercio— me produce una profunda congoja.
Conocí a Héctor cuando ambos éramos jóvenes. Lo veía cada mañana en la hemeroteca del diario, buceando entre los archivos para su célebre columna “Sucedió hace 100 años”. A lo largo de las décadas escribió más de un millar de entregas que reconstruyeron episodios olvidados del país, además de varios libros dedicados a la historia del Decano, como los volúmenes conmemorativos de los 150 años (1989) y los 180 años (2019) de fundación, así como los primeros seis tomos de la colección El siglo XX en el Perú a través de El Comercio (1991-2000). Su obra, paciente y meticulosa, hizo del archivo periodístico una verdadera fuente de historia nacional.
Solíamos tener largas conversaciones sobre las anécdotas del diario, que él evocaba con precisión admirable. Una de sus preferidas era la del cierre voluntario de El Comercio durante la ocupación chilena, cuando la rotativa no volvió a funcionar hasta que un reportero confirmó desde la estación de Desamparados que el último tren con tropas enemigas había partido hacia el Callao.
Su relevancia en el ámbito editorial fue también decisiva. Llegó a ser jefe de la página editorial y director del Diario entre julio de 1979 y julio de 1980, en el complejo proceso de devolución del medio a sus legítimos propietarios, tras los años de expropiación del Gobierno Militar. Su designación, como historiador de confianza de la familia Miró Quesada, marcó un momento clave en la recuperación institucional del Diario.
Más adelante, fue un sólido respaldo como coordinador del Consejo Editorial, órgano asesor de la dirección. Allí revisaba con paciencia textos sobre expresidentes y figuras públicas, siempre atento a corregir con delicadeza los errores de los jóvenes redactores, sin imponer jamás, sino orientando.
Pero Héctor fue mucho más que un editor erudito o un custodio de la precisión histórica: fue un amigo entrañable, leal, generoso y profundamente identificado con El Comercio. Su vocación docente lo llevó a compartir conocimientos en diversas universidades; su amor por la historia lo vinculó a academias del Perú y de España; y su compromiso con la cultura se reflejó en su paso por la Biblioteca Nacional, de la que fue director.
El vacío que deja será difícil de llenar. Su ejemplo, en cambio, permanecerá entre quienes tuvimos el privilegio de aprender de él.

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