
Es una noche de marzo de 2011. No queda libre una sola de las cuatrocientas butacas del auditorio del bulevar de Asia. En el escenario, Mario Vargas Llosa (quien había recibido el Nobel en Estocolmo solo tres meses atrás) interpreta al rey Shahriar de una adaptación que él mismo había hecho de Las mil y una noches. A su lado –las manos enlazadas por detrás, la cabeza inclinada en gesto de obediencia–, Vanessa Saba le da vida a Sherezada.
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Han pasado poco más de dos semanas del fallecimiento del escritor y todavía su desaparición suscita consternación y variadas reflexiones acerca de su talento, su ambición y su prolífico trabajo. Dentro y fuera del Perú se ha hablado mucho de su faceta literaria, ensayística y dramatúrgica, pero poco –o muy poco– de su incursión en la actuación.
Había debutado en las tablas el 2006 con el espectáculo La verdad de las mentiras, al lado de la actriz española Aitana Sánchez Gijón; la obra se montó en España, pero también en Chile y México. Después volvió a subirse al escenario, también de la mano de Sánchez Gijón, para desdoblarse en uno de los roles de Odiseo y Penélope. La misma actriz lo acompañó en la primera puesta de Las mil y una noches, el 2008, de modo que cuando se presentó en Asia junto a Vanessa Saba, Vargas Llosa estaba familiarizado con el personaje de Shahriar. Ahí lo vemos: convertido en el sultán que, con gesto fiero, anuncia detrás de un púlpito su venganza luego de saberse traicionado por su esposa y sus concubinas. Si no fuera por la túnica y la decoración arábiga, podríamos pensar que está dirigiendo uno de los tantos discursos políticos que dio en vida, como intelectual comprometido y como candidato presidencial (visto bien, su liderazgo en el Fredemo también tuvo algo de performático).
No deja de ser curioso que Vargas Llosa haya elegido convertirse en Shahriar, un tirano, igual que los muchos gobernantes déspotas que aparecen retratados en sus novelas. De tanto escribir acerca de ellos, el Nóbel llegó a entender su psicología retorcida, su violencia interior y quizá por eso no le costó tanto la transformación. Como se sabe, en esa historia el rey queda hipnotizado por Sherezada y esa rendición implica el triunfo de la vida. Una hermosa metáfora de la relación del escritor con la literatura.
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