
El pasado jueves 20 de marzo se terminó el verano en el Perú. Me refiero al verano oficial, el del calendario regular. El otro, el verano del cuerpo, se extenderá hasta fines de mes para felicidad de playeros y adictos a la vitamina D. En general, es una buena noticia para Lima. A Lima el verano le queda pintado. Así como hay ciudades cuya personalidad reluce durante el invierno (París, Nueva York, Praga), el temperamento de Lima aflora entre fines de diciembre y principios de abril.
En invierno –por la humedad, la niebla o la garúa miserable– la ciudad se convierte en una criatura hostil que deprime al más optimista. En verano, sin embargo, se torna amigable, rejuvenece, cae bien. Dan ganas de salir, de respirar el aire salino, de comer un helado, de correr a la playa a tocar el mar con los pies. Así ha sido desde siempre. Esta foto de 1980 confirma esa premisa.
Un heterogéneo grupo de bañistas ha bajado a Chorrillos a refrescarse. Llaman la atención la mujer de pelo corto y traje de baño oscuro que parece tener entre las manos un pomo de bronceador; también el muchacho de camisa que avanza entre las aguas con un bulto en la espalda; y sin duda el caballero de pelo crespo y bigote espeso que guarda un cierto parecido a García Márquez, cuyo diminuto bañador a rayas más parece un bóxer pasado de moda. Pero si hay un punto al que la mirada se dirige es el personaje que no está vestido para la ocasión, el que se sale del contexto: el elegante caballero que ha detenido su carretilla sobre la franja que separa la arena seca de la mojada. No se distingue bien la mercancía que ofrece, pero no le falta clientela.
Eso tampoco ha cambiado en los últimos cuarenta años: el peruano sigue trabajando en cualquier estación, sale a chambear sin mirar el reporte climático, y no le importa si, para ganar un puñado de monedas, tiene que pasar dos horas bajo el sol, de espaldas al mar, con pantalón, zapatos, sombrero y camisa de manga larga.
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