
Me impresionan esos cientos de brazos extendidos. Brazos gruesos, delgados, viejos y jóvenes, la gran mayoría en manga corta, muchos sin adornos, algunos con relojes o pulseras en la muñeca. Brazos de diferentes tonalidades, movilizados por la fe, la devoción, pero también por una mezcla de asombro y ansiedad. Brazos cuyas manos pugnan por tocar, siquiera imaginariamente, al hombre que viaja dentro de ese peculiar vehículo blanco que, si no supieramos que es el medio de transporte oficial del Vaticano, podríamos confundirlo con una nave espacial o un carro alegórico.
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Es la mañana del domingo 21 de enero del 2018 y el papa Francisco cumple la agenda del último de los cuatro días que duró su única visita al Perú. Después de estar en Trujillo y Puerto Maldonado, se dispone a visitar la Catedral de Lima.
Dentro de la cabina del papamóvil, de pie, como una efigie en su urna, el hombre detrás del atuendo de vicario de Cristo, Jorge Bergoglio, aún tiene energía para corresponder el saludo de las personas que han salido a su paso. Acaba de compartir más una hora de rezos en la iglesia de Las Nazarenas con más de quinientas monjas de todo el país, pero continúa de pie, sosteniéndose de una baranda del auto con la mano izquierda mientras levanta la otra y saluda con una sonrisa pacífica que varios feligreses capturan con sus celulares bajo el sol. Desde la ventana del segundo piso de un edificio, una mujer no quiere perderse ningún detalle del paso del Papa; a su lado, un señor con corbata parece hacer una captura del momento. El hombre que viaja al lado del Papa –que lleva una cámara en el hombro y un traje oscuro que contrasta con el blanco del asiento y la túnica– debe preguntarse lo mismo que yo ahora: qué necesidades y sueños tendrá toda esta gente que ha venido a recoger o abrazar las bendiciones que el sumo pontífice reparte como si fueran caramelos invisibles.
Hoy sabemos que Francisco ha muerto, que en Roma ya han elegido a su sucesor y que el papamóvil será transformado en una unidad de salud móvil que atenderá a los niños en la Franja de Gaza. Pero en la foto no ha ocurrido nada de eso. En la foto Francisco vive y, como sucede con todos los papas en algún momento, parece inmortal.
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